EL VEGETARIANISMO: ÚLTIMO ESCALÓN DE LA COMPASIÓN ANIMALISTA
Por
Ángel Padilla, Poeta de los animales
El que os habla hasta hace siete años comió carne y derivados de ésta: comí vacas, cerdos, gallinas, peces de todo tipo; casi puedo imaginar semejante ingestión, de manera surrealista: visualizo entrando por mi gigantesca boca, por la que sale una enorme lengua morada chorreante de saliva, a decenas de cerdos aún convulsionados por los estertores de la electrocución, a yertos terneros todavía envueltos en la triste y solitaria oscuridad de sus asfixiantes cárceles de madera, a coleantes peces atragantados con la guadaña en miniatura que es el anzuelo... Llevo luchando en pro de los animales, literariamente, al menos trece años. Protestaba enérgicamente, con mis poesías, con mis relatos, contra las corridas de toros, contra todas aquellas fiestas en que se maltratase a un, siempre indefenso, animal; debatía con pasión con cualquiera que osase defender aquello que yo repudiaba, y siempre, indefectiblemente, surgían los argumentos-martillo para derrumbar la bella teoría animalista. “¿Tú no usas ropa de piel?”, decían. Recuerdo que en esos principios míos por el floreado aunque espinoso camino de la ética empática sí descubrí, frente a tal pregunta, que en los zapatos que por aquella época calzaba había una proporción de piel. A lo que, decidido, dejé de comprar ropa de piel. La gente argumentaba atronadora y afiladamente, aunque de manera absurda, con tal de intentar desmontar tu teoría que a todas luces ponía en peligro la suya, es decir, la del hedonismo más absoluto, la del despreciable carpe diem. “El toro nace para la lidia”, “Los visones son criados para los abrigos de pieles”, “La caza es algo que se ha hecho toda la vida y no lo vas a cambiar ahora tú”: todas éstas frases no conseguían siguiera hacer temblar un ápice mi edificio ético, ni me apartaban del camino que libremente había escogido. Pero llegó el momento en que alguien me recriminó con una frase mucho más inquietante que las anteriores: “¿Acaso no comes carne y pescado? ¿Es que los terneros, las gallinas, los corderos, no sufren en sus encierros, todos ellos estabulados y sacrificados horriblemente?” La acusación se repetía cíclicamente cada vez que salía a colación mi defensa a ultranza de los animales. Y después de reflexionar durante un tiempo breve llegué a la conclusión de que tenían razón: No podía yo estar defendiendo a los toros, por poner un ejemplo, y atacando el sadismo del torero, si al mediodía me esperaba en la mesa un sangrante filete de ternera proveniente de un animal que, aunque con una muerte más rápida, había pasado un calvario parecido al del toro de lidia, pero casi a la inversa. Todo mi ser se conmocionó. A esto los psicólogos lo denominan disonancia cognitiva: dos ideas contrarias que se enfrentan en la mente de una persona, como dos relámpagos colisionando con violencia sobre un cielo azul. Leí libros sobre el vegetarianismo -entregándome a la tarea como hago siempre que quiero llegar a la raíz de un asunto, contrastando varias obras intentando sacar la única verdad que descansa fragmentada en todas ellas- opción gastronómica que yo siempre había tenido por deficiente en tanto a lo nutritivo, una opción que veía como algo excéntrica y que, creía, seguían ciertos grupos sectarios, gente excesiva, radical, fundamentalista. Leyendo, contrastando, llegué a la conclusión de que el vegetarianismo no sólo es una alternativa más ética con la naturaleza, una alternativa, además, sumamente intelectual, sino que, según algunos médicos basándose en investigaciones científicas, es mucho más sana y saludable para el metabolismo humano. Veamos algunos datos. En los países occidentales se llegan a consumir hasta 120 kg. de carne por persona y año, cantidad muy por encima de la recomendada por la Organización Mundial de la Salud, lo que provoca exceso de colesterol, procesos reumáticos, infarto, arteriosclerosis, entre otras afecciones llamadas “enfermedades de la civilización”. Descubrí que el consumo excesivo de carne no sólo afecta gravemente al metabolismo humano sino que además es profundamente injusto con el Tercer Mundo, ya que la obtención de 1 Kg. de proteínas animales exige un gasto de energía 20 veces superior que el equivalente a las de origen vegetal. Además, algunos estudios afirman que si tan sólo se redujera la producción de carne en un 10 %, quedaría suficiente grano para alimentar a 60 millones de personas. Y es que 1 Ha. de terreno cultivado con cereales produce cinco veces más proteínas para la alimentación humana que si se destinara a la producción de carne. También es importante saber que la carne lleva casi siempre anabolizantes y hormonas que, camufladas en el pienso, se obliga a los animales a ingerir para conseguir un engorde acelerado de éstos. Aunque la Unión Europea ha prohibido los anabolizantes excepto para uso terapéutico, ciertos ganaderos continúan usándolos de forma clandestina; ¿y cómo saber quiénes lo usan y quiénes no? Lo cierto es que, resumiendo, si se consumieran mayoritariamente proteínas vegetales en lugar de animales, se satisfarían las necesidades proteicas de la población mundial, es decir, ¡no habría hambre en ningún rincón del planeta! Esto derrumbaba otra argumentación especista contra los animalistas: la de que sólo pensamos en los animales en detrimento de los seres humanos, ya que ser vegetariano no sólo supone ser compasivo con los animales sino también, como queda demostrado con las estadísticas, con los hambrientos de los países pobres.
Quiero hacer aquí un inciso. Es obvio que el hecho de que condene sin reservas el hecho de comer animales se debe a que no quiero ser cómplice de la vida que llevan y de la muerte que les dan. Otro debate paralelo sería si es ético comer animales que han sido libres y han vivido en su hábitat hasta su muerte, la cual ha sido rápida e indolora. Ante ese planteamiento yo seguiría diciendo no a comer animales, tanto por los planteamientos compasivos hacia los animales como por los planteamientos de solidaridad con los países pobres y por la posibilidad más sana (esta tercera causa, la menos importante para mí) para el metabolismo humano que supone el vegetarianismo. Digo esto porque no todos los filósofos del animalismo están de acuerdo en este punto. Mientras que Peter Singer está totalmente en contra de comer animales: “El primer paso [que debe dar todo defensor de los animales] es dejar de comerlos. Muchas personas que se oponen a la crueldad con los animales establecen el límite en la cuestión de hacerse vegetarianos.”, Jesús Mosterín no pone ninguna objeción a comer animales: “Los humanes hemos seleccionado artificialmente razas de animales (como las gordas vacas lecheras o los cerdos de granja) inviables en la naturaleza, y condenados por tanto a sobrevivir sólo como prisioneros nuestros [...] Lo importante es tratarlos al menos con el respeto debido a los internos en una prisión moderna y civilizada.”. Frente al contradictorio razonamiento de Mosterín, y apoyando el de Singer, el ensayista humanitario del siglo XVIII Oliver Goldsmith, ya escribió: “Sienten piedad, y se comen los objetos de su compasión.”.
Así que seguí con mis investigaciones, y me sumergí en la biología humana, estudiando el aparato digestivo con relación a la alimentación vegetariana. Descubrí que el hombre ancestral se alimentaba casi exclusivamente de vegetales, que la alimentación carnívora es una desviación que no encaja con la fisiología humana, la cual es casi idéntica a la del mono, que es esencialmente herbívoro. Nuestro sistema alimentario, estructura esquelética y sistema nervioso central son más parecidos a los de los animales vegetarianos que a los carnívoros.
En fin, que multitud de serios estudios y teorías me daban la razón y animaban la resolución que en mi mente se iba fraguando. Y a finales de 1996 mi mujer y yo nos hicimos vegetarianos, sólo que comenzamos poco a poco. En la primera etapa, que duró como año y medio, dejamos la carne y sus derivados y seguíamos comiendo pescado, huevos, leche, etc. Durante la segunda etapa, durante dos años aproximadamente, dejamos el pescado. Así ya no comíamos ni carne ni pescado, pero sí huevos y leche y latas de pescados diminutos, como mejillones, etc. El siguiente paso fue dejar las latas y eso nos convirtió, según la manía -o la necesidad- social de etiquetar, en ovo-lacto-vegetarianos. Cada uno de estos años de que hablo, nos hicimos un análisis de sangre mi mujer y yo para comprobar que todo iba bien, y dichos análisis no podían dar mejores resultados. El paso del estado omnívoro al vegetariano requiere un seguimiento médico cíclico durante los primeros años. Habíamos leído que si una deficiencia importante podía tener el vegetariano era la de la vitamina B 12, la única que sólo está en productos animales, aunque sí está, en menor proporción, en algunas algas marinas y ciertas levaduras, y en la llamada carne del vegetariano: el seitán -pilar de cualquier dieta vegetariana equilibrada-, que es un alimento rico en proteínas y fibra y está compuesto de masa de trigo, raíz de jengibre, alga kombu y salsa de soja. El seitán, oh sana carambola, al no contener grasas saturadas, reduce el colesterol en el riego sanguíneo. 180 g de dicho alimento satisfacen los requerimientos proteicos diarios. El seitán, también llamado “carne de Buda”, contiene los ocho aminoácidos esenciales para la vida, aminoácidos que no pueden ser sintetizados por el organismo y éste debe conseguirlos a través de los alimentos. Así pues, el seitán sería [es] uno de nuestros mejores aliados alimenticios.
Ya sólo nos quedaba dejar los huevos y la leche. Desde el principio que comenzamos nuestra dieta, los huevos que comprábamos eran de granjas cuyas gallinas se criaban al aire libre, lo que, suponíamos, no nos hacía cómplices de la terrible vida de las gallinas criadas en batería, a las que les cortan parte del pico para que no se maten entre ellas y no se automutilen debido al estrés de su encierro. Pero también descubrimos la picaresca que había en los mercados y, después de una investigación cuyos desalentadores resultados se publicaron en la revista Sos animales de ANDA, llegamos a la conclusión de que los únicos huevos que realmente provenían de gallinas criadas en libertad eran los de la marca Coren, que se venden en las grandes superficies, no así en los Mercadonas, donde los cambiaron por los de la marca Hacendado, cuyo envase se anuncia como de huevos provenientes de gallinas criadas en libertad, etc., pero como digo, no es así, ya que después de varias presiones ejercidas al encargado del Mercadona de nuestro barrio, en las que alegábamos que los nuevos huevos que sustituían a los anteriores tenían la yema amarillenta y eso nos parecía síntoma de una mala alimentación, de una mala vida de la gallina, nos confesó que “pocas marcas de huevos que se anuncian como de gallinas criadas en libertad o, cuando menos, al aire libre, lo son”. A raíz de nuestras protestas y del artículo aparecido en ANDA, los Mercadonas cambiaron el formato del cartón de los huevos Hacendado y ahora éstos lucen un precioso dibujo de gallinas corriendo por la arena bajo el sol de la tarde, imagen, por lo expuesto, falsa. “Ya está solucionado”, me comentó antes de dicho cambio en el embalaje el encargado, “se les ha añadido al grano de las gallinas colorante, así sale la yema más naranja”. Ése fue el único cambio que hizo Mercadona en las vidas de las gallinas cuyos huevos vendían, las cuales siguen estabuladas aunque comiendo un pienso que le cerrará la boca a toda aquella persona que, como nosotros, sospechase, sobre la base del pálido color de la yema, que los huevos provienen de un sufrimiento psíquico y de una alimentación deficiente.
Así que ahora sólo nos queda dejar la leche y los huevos, únicos alimentos extraídos de animales que sufren. La leche, porque las vacas lecheras de hoy en día distan mucho de la imagen bucólica antigua; sus vidas son un suplicio y el continuo ordeño, un martirio insoportable. Y los huevos porque, al margen de que demos con alguna marca que no hacine a las gallinas, etc., seguimos considerando no ético robarle los huevos a una gallina e interferir en la cadena de vidas animal, máxime teniendo en cuenta que esto no es necesario para sobrevivir. Cambiaremos la leche de vaca por la leche de soja, que, aunque como todos los alimentos ecológicos es infinita e injustamente más cara, nos hará sentirnos mejor con nosotros mismos. Y supliremos los huevos por el seitán, en el que, como dije, están los ocho aminoácidos esenciales para la alimentación. No he dicho, y ahora lo hago, que el hecho de dejar paulatinamente la alimentación animal es debido a que alguien que lleva toda su vida comiendo carne no puede de la noche a la mañana dejar todo alimento animal, pues corre el peligro de padecer graves problemas físicos (conozco a una persona que lo hizo de golpe y se volvió anémica y comenzó a caérsele el pelo, lo que, según prescripción médica, la obligó a comer carne de nuevo a riesgo, si no lo hacía, de morirse). Y los animalistas somos tan pocos que no podemos jugarnos la vida: la liberación de los animales depende de nosotros. Tampoco quiero que se interprete que expongo mi “aventura” vegetariana como ejemplo perfecto a seguir, porque es posible que otras personas en menos tiempo consigan dejar todo alimento animal (en nuestro caso era más complejo: mi mujer tiene un metabolismo débil y enfermizo y eso nos obligó a ralentizar el proceso).
El camino de mi mujer y yo es un camino que pretende ser coherente. Ahora, si alguien nos rebate nuestras protestas animalistas con el consabido: “¿Acaso no comes animales?”, les respondemos que no y se quedan sin respuesta; y ya sólo les queda el argumento de que los animales siempre han servido al hombre, que no comparemos animal con persona, etc., todas ellas teorías profundamente especistas y que se responden por sí solas: como propuestas filosóficas nacen abortadas por oligofrénicas. Evidentemente no nos hemos hecho vegetarianos por imperativo de la coherencia o para poder estar a bien con nuestros ideales con relación a los demás, a la coherencia que se espera de nosotros desde el exterior, lo hemos hecho por llevar la ética de nuestros pensamientos, los deseos de nuestro corazón, de la manera más contundente a nuestra vida cotidiana, como hacían los antiguos filósofos griegos, que eran del todo consecuentes con sus doctrinas: recordemos a Diógenes viviendo en un tonel o a Sócrates bebiendo la cicuta. Porque un toro sufre indeciblemente en el ruedo, pero también lo hace un ternero estabulado, una gallina autolesionándose en su cajón de tamaño de folio, etc.
¿Balance? Mi mujer y yo nunca hemos estado más sanos. Recuerdo que cuando comía carne yo sufría cíclicas jaquecas que me duraban dos o tres días. Ahora no las padezco. Nos sentimos más ágiles física y mentalmente, nuestros pensamientos son más ecuánimes, más espirituales, si cabe. No echamos de menos la carne ni sus derivados. Yo sólo la recuerdo cuando alguien me pregunta si la echo de menos. Ahora, mientras escribo esto, me he acordado de cómo es una hamburguesa o un filete, imagen mental que no tenía, lo prometo, desde hace años. Creo que es la misma situación que se le plantearía a un carnívoro si se le preguntase si le apetece comerse un trozo de madera o beberse un vaso de agua de pantano, o acaso, rizando el rizo y siendo más polémico (no veo diferencia entre animal y hombre en tanto al derecho a la vida y a la felicidad), si le apetecería comerse un solomillo de bebé humano o un espinazo a las finas hierbas de humano obeso.
Yo recomiendo a cualquiera que esté dudando de hacerse vegetariano, que pruebe durante unos meses, que verá conforme sigue con la dieta que el abanico gastronómico no se limita en productos y sabor de éstos -sólo varía-, que, además, se encontrará mejor físicamente y, lo que es más importante, no será cómplice de la terrible vida y atroz muerte de los animales hoy destinados a la alimentación humana. Aunque sé por experiencia propia que aquí no valen consejos: la persona que se convierte en vegetariana, no por salud sino por los animales, sabe muy bien cuál es la estrella que le ilumina y por qué sendero deslizar sus pasos.
NOTA: Para más información sobre el tema, leer los libros Vivir bien sin comer carne, de Penélope Doy, editorial Tikal; Liberación animal, de Peter Singer, editorial Trotta; ¡Vivan los animales!, de Jesús Mosterín, editorial Temas de debate; 50 cosas que tú puedes hacer para proteger a los animales, de Ingrid Newkirk, editorial Blume; Mundo al revés, de Ángel Padilla, editorial Corona del Sur –será distribuido por ANDA próximamente-.
El que os habla hasta hace siete años comió carne y derivados de ésta: comí vacas, cerdos, gallinas, peces de todo tipo; casi puedo imaginar semejante ingestión, de manera surrealista: visualizo entrando por mi gigantesca boca, por la que sale una enorme lengua morada chorreante de saliva, a decenas de cerdos aún convulsionados por los estertores de la electrocución, a yertos terneros todavía envueltos en la triste y solitaria oscuridad de sus asfixiantes cárceles de madera, a coleantes peces atragantados con la guadaña en miniatura que es el anzuelo... Llevo luchando en pro de los animales, literariamente, al menos trece años. Protestaba enérgicamente, con mis poesías, con mis relatos, contra las corridas de toros, contra todas aquellas fiestas en que se maltratase a un, siempre indefenso, animal; debatía con pasión con cualquiera que osase defender aquello que yo repudiaba, y siempre, indefectiblemente, surgían los argumentos-martillo para derrumbar la bella teoría animalista. “¿Tú no usas ropa de piel?”, decían. Recuerdo que en esos principios míos por el floreado aunque espinoso camino de la ética empática sí descubrí, frente a tal pregunta, que en los zapatos que por aquella época calzaba había una proporción de piel. A lo que, decidido, dejé de comprar ropa de piel. La gente argumentaba atronadora y afiladamente, aunque de manera absurda, con tal de intentar desmontar tu teoría que a todas luces ponía en peligro la suya, es decir, la del hedonismo más absoluto, la del despreciable carpe diem. “El toro nace para la lidia”, “Los visones son criados para los abrigos de pieles”, “La caza es algo que se ha hecho toda la vida y no lo vas a cambiar ahora tú”: todas éstas frases no conseguían siguiera hacer temblar un ápice mi edificio ético, ni me apartaban del camino que libremente había escogido. Pero llegó el momento en que alguien me recriminó con una frase mucho más inquietante que las anteriores: “¿Acaso no comes carne y pescado? ¿Es que los terneros, las gallinas, los corderos, no sufren en sus encierros, todos ellos estabulados y sacrificados horriblemente?” La acusación se repetía cíclicamente cada vez que salía a colación mi defensa a ultranza de los animales. Y después de reflexionar durante un tiempo breve llegué a la conclusión de que tenían razón: No podía yo estar defendiendo a los toros, por poner un ejemplo, y atacando el sadismo del torero, si al mediodía me esperaba en la mesa un sangrante filete de ternera proveniente de un animal que, aunque con una muerte más rápida, había pasado un calvario parecido al del toro de lidia, pero casi a la inversa. Todo mi ser se conmocionó. A esto los psicólogos lo denominan disonancia cognitiva: dos ideas contrarias que se enfrentan en la mente de una persona, como dos relámpagos colisionando con violencia sobre un cielo azul. Leí libros sobre el vegetarianismo -entregándome a la tarea como hago siempre que quiero llegar a la raíz de un asunto, contrastando varias obras intentando sacar la única verdad que descansa fragmentada en todas ellas- opción gastronómica que yo siempre había tenido por deficiente en tanto a lo nutritivo, una opción que veía como algo excéntrica y que, creía, seguían ciertos grupos sectarios, gente excesiva, radical, fundamentalista. Leyendo, contrastando, llegué a la conclusión de que el vegetarianismo no sólo es una alternativa más ética con la naturaleza, una alternativa, además, sumamente intelectual, sino que, según algunos médicos basándose en investigaciones científicas, es mucho más sana y saludable para el metabolismo humano. Veamos algunos datos. En los países occidentales se llegan a consumir hasta 120 kg. de carne por persona y año, cantidad muy por encima de la recomendada por la Organización Mundial de la Salud, lo que provoca exceso de colesterol, procesos reumáticos, infarto, arteriosclerosis, entre otras afecciones llamadas “enfermedades de la civilización”. Descubrí que el consumo excesivo de carne no sólo afecta gravemente al metabolismo humano sino que además es profundamente injusto con el Tercer Mundo, ya que la obtención de 1 Kg. de proteínas animales exige un gasto de energía 20 veces superior que el equivalente a las de origen vegetal. Además, algunos estudios afirman que si tan sólo se redujera la producción de carne en un 10 %, quedaría suficiente grano para alimentar a 60 millones de personas. Y es que 1 Ha. de terreno cultivado con cereales produce cinco veces más proteínas para la alimentación humana que si se destinara a la producción de carne. También es importante saber que la carne lleva casi siempre anabolizantes y hormonas que, camufladas en el pienso, se obliga a los animales a ingerir para conseguir un engorde acelerado de éstos. Aunque la Unión Europea ha prohibido los anabolizantes excepto para uso terapéutico, ciertos ganaderos continúan usándolos de forma clandestina; ¿y cómo saber quiénes lo usan y quiénes no? Lo cierto es que, resumiendo, si se consumieran mayoritariamente proteínas vegetales en lugar de animales, se satisfarían las necesidades proteicas de la población mundial, es decir, ¡no habría hambre en ningún rincón del planeta! Esto derrumbaba otra argumentación especista contra los animalistas: la de que sólo pensamos en los animales en detrimento de los seres humanos, ya que ser vegetariano no sólo supone ser compasivo con los animales sino también, como queda demostrado con las estadísticas, con los hambrientos de los países pobres.
Quiero hacer aquí un inciso. Es obvio que el hecho de que condene sin reservas el hecho de comer animales se debe a que no quiero ser cómplice de la vida que llevan y de la muerte que les dan. Otro debate paralelo sería si es ético comer animales que han sido libres y han vivido en su hábitat hasta su muerte, la cual ha sido rápida e indolora. Ante ese planteamiento yo seguiría diciendo no a comer animales, tanto por los planteamientos compasivos hacia los animales como por los planteamientos de solidaridad con los países pobres y por la posibilidad más sana (esta tercera causa, la menos importante para mí) para el metabolismo humano que supone el vegetarianismo. Digo esto porque no todos los filósofos del animalismo están de acuerdo en este punto. Mientras que Peter Singer está totalmente en contra de comer animales: “El primer paso [que debe dar todo defensor de los animales] es dejar de comerlos. Muchas personas que se oponen a la crueldad con los animales establecen el límite en la cuestión de hacerse vegetarianos.”, Jesús Mosterín no pone ninguna objeción a comer animales: “Los humanes hemos seleccionado artificialmente razas de animales (como las gordas vacas lecheras o los cerdos de granja) inviables en la naturaleza, y condenados por tanto a sobrevivir sólo como prisioneros nuestros [...] Lo importante es tratarlos al menos con el respeto debido a los internos en una prisión moderna y civilizada.”. Frente al contradictorio razonamiento de Mosterín, y apoyando el de Singer, el ensayista humanitario del siglo XVIII Oliver Goldsmith, ya escribió: “Sienten piedad, y se comen los objetos de su compasión.”.
Así que seguí con mis investigaciones, y me sumergí en la biología humana, estudiando el aparato digestivo con relación a la alimentación vegetariana. Descubrí que el hombre ancestral se alimentaba casi exclusivamente de vegetales, que la alimentación carnívora es una desviación que no encaja con la fisiología humana, la cual es casi idéntica a la del mono, que es esencialmente herbívoro. Nuestro sistema alimentario, estructura esquelética y sistema nervioso central son más parecidos a los de los animales vegetarianos que a los carnívoros.
En fin, que multitud de serios estudios y teorías me daban la razón y animaban la resolución que en mi mente se iba fraguando. Y a finales de 1996 mi mujer y yo nos hicimos vegetarianos, sólo que comenzamos poco a poco. En la primera etapa, que duró como año y medio, dejamos la carne y sus derivados y seguíamos comiendo pescado, huevos, leche, etc. Durante la segunda etapa, durante dos años aproximadamente, dejamos el pescado. Así ya no comíamos ni carne ni pescado, pero sí huevos y leche y latas de pescados diminutos, como mejillones, etc. El siguiente paso fue dejar las latas y eso nos convirtió, según la manía -o la necesidad- social de etiquetar, en ovo-lacto-vegetarianos. Cada uno de estos años de que hablo, nos hicimos un análisis de sangre mi mujer y yo para comprobar que todo iba bien, y dichos análisis no podían dar mejores resultados. El paso del estado omnívoro al vegetariano requiere un seguimiento médico cíclico durante los primeros años. Habíamos leído que si una deficiencia importante podía tener el vegetariano era la de la vitamina B 12, la única que sólo está en productos animales, aunque sí está, en menor proporción, en algunas algas marinas y ciertas levaduras, y en la llamada carne del vegetariano: el seitán -pilar de cualquier dieta vegetariana equilibrada-, que es un alimento rico en proteínas y fibra y está compuesto de masa de trigo, raíz de jengibre, alga kombu y salsa de soja. El seitán, oh sana carambola, al no contener grasas saturadas, reduce el colesterol en el riego sanguíneo. 180 g de dicho alimento satisfacen los requerimientos proteicos diarios. El seitán, también llamado “carne de Buda”, contiene los ocho aminoácidos esenciales para la vida, aminoácidos que no pueden ser sintetizados por el organismo y éste debe conseguirlos a través de los alimentos. Así pues, el seitán sería [es] uno de nuestros mejores aliados alimenticios.
Ya sólo nos quedaba dejar los huevos y la leche. Desde el principio que comenzamos nuestra dieta, los huevos que comprábamos eran de granjas cuyas gallinas se criaban al aire libre, lo que, suponíamos, no nos hacía cómplices de la terrible vida de las gallinas criadas en batería, a las que les cortan parte del pico para que no se maten entre ellas y no se automutilen debido al estrés de su encierro. Pero también descubrimos la picaresca que había en los mercados y, después de una investigación cuyos desalentadores resultados se publicaron en la revista Sos animales de ANDA, llegamos a la conclusión de que los únicos huevos que realmente provenían de gallinas criadas en libertad eran los de la marca Coren, que se venden en las grandes superficies, no así en los Mercadonas, donde los cambiaron por los de la marca Hacendado, cuyo envase se anuncia como de huevos provenientes de gallinas criadas en libertad, etc., pero como digo, no es así, ya que después de varias presiones ejercidas al encargado del Mercadona de nuestro barrio, en las que alegábamos que los nuevos huevos que sustituían a los anteriores tenían la yema amarillenta y eso nos parecía síntoma de una mala alimentación, de una mala vida de la gallina, nos confesó que “pocas marcas de huevos que se anuncian como de gallinas criadas en libertad o, cuando menos, al aire libre, lo son”. A raíz de nuestras protestas y del artículo aparecido en ANDA, los Mercadonas cambiaron el formato del cartón de los huevos Hacendado y ahora éstos lucen un precioso dibujo de gallinas corriendo por la arena bajo el sol de la tarde, imagen, por lo expuesto, falsa. “Ya está solucionado”, me comentó antes de dicho cambio en el embalaje el encargado, “se les ha añadido al grano de las gallinas colorante, así sale la yema más naranja”. Ése fue el único cambio que hizo Mercadona en las vidas de las gallinas cuyos huevos vendían, las cuales siguen estabuladas aunque comiendo un pienso que le cerrará la boca a toda aquella persona que, como nosotros, sospechase, sobre la base del pálido color de la yema, que los huevos provienen de un sufrimiento psíquico y de una alimentación deficiente.
Así que ahora sólo nos queda dejar la leche y los huevos, únicos alimentos extraídos de animales que sufren. La leche, porque las vacas lecheras de hoy en día distan mucho de la imagen bucólica antigua; sus vidas son un suplicio y el continuo ordeño, un martirio insoportable. Y los huevos porque, al margen de que demos con alguna marca que no hacine a las gallinas, etc., seguimos considerando no ético robarle los huevos a una gallina e interferir en la cadena de vidas animal, máxime teniendo en cuenta que esto no es necesario para sobrevivir. Cambiaremos la leche de vaca por la leche de soja, que, aunque como todos los alimentos ecológicos es infinita e injustamente más cara, nos hará sentirnos mejor con nosotros mismos. Y supliremos los huevos por el seitán, en el que, como dije, están los ocho aminoácidos esenciales para la alimentación. No he dicho, y ahora lo hago, que el hecho de dejar paulatinamente la alimentación animal es debido a que alguien que lleva toda su vida comiendo carne no puede de la noche a la mañana dejar todo alimento animal, pues corre el peligro de padecer graves problemas físicos (conozco a una persona que lo hizo de golpe y se volvió anémica y comenzó a caérsele el pelo, lo que, según prescripción médica, la obligó a comer carne de nuevo a riesgo, si no lo hacía, de morirse). Y los animalistas somos tan pocos que no podemos jugarnos la vida: la liberación de los animales depende de nosotros. Tampoco quiero que se interprete que expongo mi “aventura” vegetariana como ejemplo perfecto a seguir, porque es posible que otras personas en menos tiempo consigan dejar todo alimento animal (en nuestro caso era más complejo: mi mujer tiene un metabolismo débil y enfermizo y eso nos obligó a ralentizar el proceso).
El camino de mi mujer y yo es un camino que pretende ser coherente. Ahora, si alguien nos rebate nuestras protestas animalistas con el consabido: “¿Acaso no comes animales?”, les respondemos que no y se quedan sin respuesta; y ya sólo les queda el argumento de que los animales siempre han servido al hombre, que no comparemos animal con persona, etc., todas ellas teorías profundamente especistas y que se responden por sí solas: como propuestas filosóficas nacen abortadas por oligofrénicas. Evidentemente no nos hemos hecho vegetarianos por imperativo de la coherencia o para poder estar a bien con nuestros ideales con relación a los demás, a la coherencia que se espera de nosotros desde el exterior, lo hemos hecho por llevar la ética de nuestros pensamientos, los deseos de nuestro corazón, de la manera más contundente a nuestra vida cotidiana, como hacían los antiguos filósofos griegos, que eran del todo consecuentes con sus doctrinas: recordemos a Diógenes viviendo en un tonel o a Sócrates bebiendo la cicuta. Porque un toro sufre indeciblemente en el ruedo, pero también lo hace un ternero estabulado, una gallina autolesionándose en su cajón de tamaño de folio, etc.
¿Balance? Mi mujer y yo nunca hemos estado más sanos. Recuerdo que cuando comía carne yo sufría cíclicas jaquecas que me duraban dos o tres días. Ahora no las padezco. Nos sentimos más ágiles física y mentalmente, nuestros pensamientos son más ecuánimes, más espirituales, si cabe. No echamos de menos la carne ni sus derivados. Yo sólo la recuerdo cuando alguien me pregunta si la echo de menos. Ahora, mientras escribo esto, me he acordado de cómo es una hamburguesa o un filete, imagen mental que no tenía, lo prometo, desde hace años. Creo que es la misma situación que se le plantearía a un carnívoro si se le preguntase si le apetece comerse un trozo de madera o beberse un vaso de agua de pantano, o acaso, rizando el rizo y siendo más polémico (no veo diferencia entre animal y hombre en tanto al derecho a la vida y a la felicidad), si le apetecería comerse un solomillo de bebé humano o un espinazo a las finas hierbas de humano obeso.
Yo recomiendo a cualquiera que esté dudando de hacerse vegetariano, que pruebe durante unos meses, que verá conforme sigue con la dieta que el abanico gastronómico no se limita en productos y sabor de éstos -sólo varía-, que, además, se encontrará mejor físicamente y, lo que es más importante, no será cómplice de la terrible vida y atroz muerte de los animales hoy destinados a la alimentación humana. Aunque sé por experiencia propia que aquí no valen consejos: la persona que se convierte en vegetariana, no por salud sino por los animales, sabe muy bien cuál es la estrella que le ilumina y por qué sendero deslizar sus pasos.
NOTA: Para más información sobre el tema, leer los libros Vivir bien sin comer carne, de Penélope Doy, editorial Tikal; Liberación animal, de Peter Singer, editorial Trotta; ¡Vivan los animales!, de Jesús Mosterín, editorial Temas de debate; 50 cosas que tú puedes hacer para proteger a los animales, de Ingrid Newkirk, editorial Blume; Mundo al revés, de Ángel Padilla, editorial Corona del Sur –será distribuido por ANDA próximamente-.