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El Toro de San Juan

archivado en:
Un cuento basado en hechos reales durante la celebración de la "fiesta" del toro de fuego, muy presente en muchas poblaciones españolas sobre todo del litoral levantino.

El Toro de San Juan (imagen 1)


EL TORO DE SAN JUAN
Un cuento de hechos reales
por Luis Gilpérez Fraile

Juanjo, con la cabeza apretada entre dos barrotes del ventanuco, se esfuerza en no perder hilo de lo que están preparando en la plazuela. Otros años, obligado a acostarse temprano, se lo había perdido, pero éste no. Este año está decidido a ver el espectáculo...

El Toro de San Juan (imagen 2) El día lo había pasado con otros zagales, correteando por las calles engalanadas del pueblo en fiestas. Primero, muy de mañana, la procesión a la ermita para bajar al San Juan en angarillas. Un camino empinado, polvoriento incluso a horas tempranas, por el que los chiquillos descendían encabezando el cortejo de viudas con velo y mozas en mantilla. Después, a mediodía, los cabezudos repartiendo escobazos y mamporros a diestra y siniestra. Y tras ellos, el pasacalle de la banda, con pasodobles desafinados sonando a lata y cornetín. Por la tarde, el concurso de tiro al plato al otro lado de la tapia de la estación. Juanjo se había enchafarrinado allí la camisa de los domingos con la pringue de una manzana de caramelo, y eso le costó una regañina de su madre. Pero aun así, y aprovechando el ambiente festivo, no se perdió ni uno solo de los festejos, incluidos los pomposamente llamados, en el programa municipal, "fuegos artificiales": unas cuantas docenas de cohetes con caña, cuyas explosiones hacen rebuznar cada año a todos los asnos de los alrededores.

Cuando anochecido ya, entró aquel camión reculando hasta el lateral de la plazoleta, Juanjo fue uno de los pocos chiquillos que consiguieron eludir los capones del municipal y asomarse entre los tablones para curiosear la carga. Y lo que vio le cortó la respiración: una bestia negra mugiendo, resoplando y acorneando, intentando soltar la testuz, atada a un lateral del cajón.

El Toro de San Juan (imagen 3) Con los ojos como platos, aupándose sobre una rueda para ver aquello más de cerca, esta vez no pudo escapar del coscorrón que le propinó su padre, y tuvo que correr a casa en busca de la protección de las faldas maternas. Pero ya no le dejaron salir. Con un tazón de leche migada en el cuerpo, y una cortante explicación de que "aquellas no eran horas para que los zagales anduvieran por las calles", Juanjo fue enviado a su cuarto, arriba en el soberado.

El Toro de San Juan (imagen 4)

 De todos modos, Juanjo no estaba dispuesto a perderse lo que se preparaba, fuera lo que fuese. Y por lo que imaginaba y podía entrever, aquello iba a ser algo gordo. Se bajó pues de la cama confiando en que el trajín de su madre no le permitiría pasar la ronda que acostumbraba, y se arrodilló junto al ventanuco de portillas abiertas al lateral de la plaza.

Mocho también es testigo, aunque involuntario, de los preparativos. Por entre los ajados maderos que forman su tosca celda sobre el camión, alcanza a ver como los mozos clavan una gruesa viga en el centro de la plaza y extienden, sobre el empedrado, la vieja maroma de cáñamo. Bufa inquieto al notar que alguien entra y se mueve por la trasera del cajón. Barruntando peligro, comienza a cornear con mayor fuerza a uno y otro lado al sentir que algo le manipula los cuernos. Pero el dolor punzante provocado por un ganapán retorciéndole el rabo, lo empuja hacia delante. Tensada la soga, sus movimientos quedan limitados a unas cortas tarascadas. Y entonces, sintiéndose indefenso, le embarga algo que, incluso en animales bravos, hay que llamar miedo.

Había nacido cuatro años atrás, en una ganadería extremeña. Le pusieron Mocho por sus cuernos, mala herencia de su madre, gruesos, abiertos y algo bizcos. Era cabezudo y palicorto, con un pelaje largo, espeso y mate. Llevaba dos meses fuera de la dehesa, de pueblo en pueblo, para ver si colaba de sobrero entre un lote mejor presentado: Pero su aspecto, cada día más raro por las penalidades del transporte, provocaba siempre el rechazo. Ni siquiera un precio de saldo lograba convencer a los empresarios, temerosos de la bronca que un bicho así podía provocar en la plaza. Los entendidos decían que no daba "el tipo". En realidad lo que daba, con su mala encaradura, era un cierto espanto. Con hambre y sed, pasando calores, cojitranco por reyerta en el corral de uno de los encierros, con los ojos infestados de racimos de moscas borriqueras, finalmente estuvo a punto de ser vendido al peso en el matadero. Pero finalmente el destino lo trajo aquí, en fiestas de San Juan.

Por mucho que aprieta la frente contra los barrotes, Juanjo no alcanza a ver lo que ocurre dentro del camión. Unos mozos jalean desde fuera con evidente precaución, y otros, los más, sujetan el calabrote que, después de dar dos vueltas a la viga de la plaza, entra en el cajón. Junto a la viga, el Tío Lucas y el Baldomero, dos de los patanes que pasan por ser de los más mostrencos del pueblo, parecen dirigir todo el trajín. Ordenan apagar las farolas y prender la enorme fogata, levantada con retama muy seca para que dé buena luz. Mandan despejar la plaza y a su voz cae el portón del camión para dejar salir a la bestia.

Mocho asoma la cabeza y su miedo se hace mayor. Las llamas, los gritos, la muchedumbre... son para él amenazas. Pero tiene poco tiempo para titubear. Un fuerte tirón de la soga atada a su testuz lo lanza fuera del cajón dando de bofes en el suelo. Apenas levantado, embiste furioso contra los más cercanos. Sólo tiene tiempo para una corta carrera antes de que la cuerda parezca arrancarle los cuernos. Arremetiendo a uno y otro lado, propinando terastazos a cuanto puede y recibiendo golpes y pinchazos en los cuartos traseros, la maroma lo acerca poco a poco a la viga. Y con ella va a chocar en un último y brutal tirón dado a una por los que halan desde el otro extremo.

Juanjo no puede creer lo que está viendo. Sobre las fachadas, iluminadas en rojo por la hoguera, se agigantan las siluetas y le recuerdan las escenas de aquelarre de los cuentos de su abuela en las noches de invierno. El toro está ahora inmovilizado contra el poste, sufriendo las venganzas de quienes recibieron sus acometidas. Algún gañan más rencoroso hace uso de la faca para vengar su enfado. El hilillo de sangre brilla junto a las perlas de sudor, teñidas en gualda por la luz de la candela.

Con el toro bien seguro, los ayudantes del Tío Lucas y el Baldomero procuran alejar a los recalcitrantes. Mientras, el primero embarra el lomo de Mocho y el segundo ajusta a sus pitones un artilugio de hierro que asemeja otros cuernos más largos. De cada punta sobresale un hachón de esparto muy embadurnado de alquitrán.

El Toro de San Juan (imagen 5) El sonido a bronce del campanario pilla por sorpresa a Juanjo. Sobresaltado, se aparta involuntariamente del ventanuco. Pero todavía flotan los tañidos de las últimas campanadas, cuando, aprestado de nuevo contra los barrotes, se dispone a presenciar el acto cumbre y final del rito. Una premonitoria sensación le atenaza la garganta.

La plaza está en completo silencio. Los viejos, las mujeres y los menos osados se han retirado a portales, balcones, portillos y otrosatisberos seguros. El resto busca prudente refugio tras las columnas de los soportales o se encarama a las rejas. Excepto el Tío Lucas, que permanece junto al toro con una hachuela en la mano, y el Baldomero, que espera junto a la fogata.

El Toro de San Juan (imagen 6) Todos miran hacia la balconada del ayuntamiento, donde, engalanados con sus mejores ropas, han permanecido las fuerzas vivas del municipio: alcalde, cura, comandante del puesto en calidad de delegado gubernativo y terrateniente con su hija, que solo en fiestas viene del internado. En segunda fila, el teniente de alcalde y muchos otros principales que se apretujan para no perder sitio. Antes también se asomaban el médico, el veterinario, el boticario y el maestro, pero hace un lustro que hicieron piña para declinar el honor.

Mocho no ve la señal del alcalde. Su vista está fija en el Baldomero, que ahora se acerca con el hachón encendido. El toro muge e intenta retroceder, casi arrancando la viga del suelo. Pero viga y maroma resisten y Mocho se aterroriza por la cercanía del fuego. De pronto, sobre su cabeza se prenden las antorchas y siente a un tiempo el calor del fuego y el acre olor de la brea. Tío Lucas corta de un solo tajo la soga y Mocho emprende una loca carrera como si así pudiera huir de las llamas que lo aterran. Su movimiento hace salpicar gruesas gotas de brea ardiendo y éstas lo envuelven como chispas de fragua. Algunas caen sobre el lomo y permanecen llameando allí, encima de la capa de barro.

La visión es en verdad dantesca y los mozos no se atreven a otra cosa que a mirar. Cuando el toro de fuego alcanza los más cercanos soportales, los que allí se refugian huyen sin pudor o intentan encaramarse a las rejas de las ventanas. Unos lo consiguen; otros caen y sienten las pezuñas y el resuello de la bestia; y otros son enganchados, zarandeados, chamuscados o heridos, y retirados al interior de los portales.

Pasados los primeros embates, algunos mozos salen al centro de la plaza y citan al toro con trapos, manteles y largas estacas. De entre las rejas y tras las columnas, palos afilados y enconterados con diversos hierros hieren al animal. Mocho embiste y derrota a diestra y siniestra buscando una salida para escapar. Pero a cada intento recibe nuevos golpes y pinchazos. Algunas gotas de brea ardiendo caen sobre pedazos de piel donde la capa de barro se ha desprendido y le provocan un dolor insoportable. Al derrotar contra una reja, se le fisura un cuerno y, de su unión con la testuz, se escurre una sangre negra y espesa, como cocida.

El Toro de San Juan (imagen 7) Pasan los minutos y Mocho jadea casi en el centro de la plaza. Cansado, ya no atiende a los mozos que le citan por los alrededores y se limita a cintar a los que se acercan para clavarle algo. Los hachones han ido poniendo al rojo los hierros que los sujetan, y estos pasan el calor a las partes sensibles del interior del cuerno. Poco a poco el dolor crece, aumenta, y sus sentidos enloquecen para soportarlo. Su cuerpo es ya todo un acerico, rebozado en barro, sangre y babas. Un pincho le ha producido un enorme siete en el remo trasero y el pingajo de piel cuelga y se balancea como un cairel. El ojo derecho, tumefacto e hinchado por un golpe, hace tiempo que ha perdido la visión. El olor a carne, piel y cuerno quemado llega hasta las azoteas de las casas que rodean la placeta.

Juanjo continúa en el ventanuco, con sus manitas crispadas sobre la reja para contener un temblor que le llega al alma. Él ha despachurrado lagartos, apedreado gatos y despanzurrado ranas, pero nunca vivió tan de cerca la agonía de un animal, ni siquiera cuando su padre ahorcó al perro por matar a una gallina. No lo sabe, pero siente piedad.

Mocho ya no da juego y Tío Lucas apremia a unos mozos para que vuelvan a ensogarlo y proceder al descabello que dará fin a la fiesta.

Mientras unos lo distraen por delante, otros se acercan por detrás para enlazarlo con una gaza corrediza preparada en la maroma. Diestros en el oficio, lo consiguen al tercer intento, y varios gañanes corren para tirar de la soga y arrastrar al toro junto al poste. Pero el animal recula y se defiende tirando tarascones y cabeceando furioso. Ardientes gotas de alquitrán se desprenden a cada viven y ¡maldita sea! un grueso goterón va a caer justo sobre el ojo bueno de Mocho.

El Toro de San Juan (imagen 8) El dolor sobrepasa todo lo concebible mientras la gota, como si fuera la llama de un soplete, revienta el globo ocular y penetra en la cuenca. Loco dedolor y de terror, absolutamente ciego, el toro huye hacia delante, pasa como una locomotora con las calderas a punto de explotar junto a la hilera de mozos que halan de la maroma y continua la frenética carrera buscando Dios sabe qué. El brutal tirón que produce la soga cuando se tensa de nuevo no puede ser aguantado por los mozos y, dejando algunas palmas en carne viva, Mocho la arrastra tras de si.

 La cabeza de Juanjo parece que va a salirse de entre los barrotes por la forma en que empuja para no perder la espantosa visión. En la plaza se ha hecho de inmediato un silencio total y todos, inmóviles, algunos incluso en posturas que denotan un movimiento a medio terminar, contemplan la terrible escena.

El Toro de San Juan (imagen 9)Como un meteorito de fuego, en cinco o seis segundos que parecen interminables Mocho atraviesa la plaza, y los seiscientos kilos de peso lanzados a toda la velocidad que sus poderosas patas lo permiten, chocan de frente contra una de las columnas de los soportales. El golpe es tan tremendo que las balconadas superiores se cimbran y, por el ruido, parecen caer. Salpicones de sangre y sesos salen lanzados por inercia y pringan la fachada. El toro queda en el suelo, con la testuz abierta en dos, como una sandía reventada. Los músculos de Mocho se contraen en convulsiones agónicas, pero ya no siente. Su alma, lo único que no han podido herir, ha continuado la carrera y escapa, serena, a la dehesa, a buscar refugio bajo su encina de siempre y a esperar la llegada del nuevo día.

Juanjo, que ha cerrado los ojos en el último momento, no se atreve a mirar de nuevo. Se retira del ventanuco y se acuesta sobre el colchón de borra. Unas lágrimas que no hace por contener mojan la almohada. Mientras, de la plaza llagan voces y cánticos de fiesta. Unos mozos se han apresurado en cortar las orejas y los testículos al toro para alzarlos en picas y llevarlos triunfalmente bajo el balcón del ayuntamiento. Algunos gritan ¡viva San Juan!

 

El Toro de San Juan (imagen 10)

 

Autor: Luis Gilpérez Fraile

Fecha: 2011-05-26

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