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La Plaza de Carros

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Fragmento de un libro autobiográfico de Gerardo Martín Pascual

Seguramente les agradará leer el adjunto capítulo de un libro mío sobre mis recuerdos autobiográficos y crónica del siglo XX.

El libro se editó, de forma no venal, sólo para regalar a mis amigos y en él consta, y repito ahora, que no se reservan los derechos de la propiedad intelectual.

 

 

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LA PLAZA DE CARROS

 

Yo asistí, en mi niñez y adolescencia, a varios festejos taurinos pueblerinos. En todos los pueblos y ciudades de Castilla, como en los de casi toda España, se celebraban estos bárbaros festejos en los meses de agosto o septiembre, coincidiendo con el fin de la recolección de los cereales. En las viejas plazas mayores de las pequeñas aldeas, donde siempre estaban situadas las tres instituciones tradicionales —la iglesia, el ayuntamiento y las escuelas de los niños —se instalaban las rudimentarias plazas de toros a imitación de los redondeles circenses de la época romana. Muchas de aquellas aldeas, como la mía, aún tenían aspecto y servicios medievales y carecían de carreteras, de alumbrado eléctrico y de agua corriente, pero los ayuntamientos tenían más fondos para aquellos festejos que para aliviar las muchas miserias de sus habitantes en los años posteriores a la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial.

Los vecinos tiraban gozosos, cual yuntas humanas, de sus propios carros de labranza desde las próximas eras hasta la plaza del pueblo. En aquellos carros, como había sucedido desde miles de años antes, con carros similares, los animales domesticados, uncidos por parejas a sus yugos, habían acarreado poco antes, desde el campo recién segado hasta las eras —ya desaparecidas a principios del siglo xxi— los manojos de grano y paja, para su trilla y obtención de los cereales y posterior traslado hasta los graneros o el molino. Estos campesinos estaban ligados por la inercia de las costumbres y de las tradiciones. Su atavismo e irredenta incultura contribuían a la celebración de unos festejos cuya crueldad no compartían. Estos circos de carros eran de entrada libre y no necesitaban, como sucedía en los circos romanos, de los «tesserae», trozos cuadrados de madera, metal o loza, mediante los cuales controlaban las entradas de la plebe. Los habitantes de los pueblos cercanos se trasladaban en asnos para ver la corrida de toros. Otros más afortunados, como yo, íbamos en bicicleta.

En aquellas rudimentarias plazas taurinas improvisadas, hechas de carros enlazados en fila india circular, se celebraban cada año, hasta mediados del siglo xx, las corridas de toros para gloria de la «fiesta nacional». Nunca supe muy bien cómo a las corridas de toros pudo dárseles el nombre de fiesta, palabra que significa solemnidad, descanso, alegría. Quizá sea una reminiscencia de las fiestas de armas, en las que, en la Edad Media, combatían en público los caballeros para mostrar su valor o destreza. Menos comprensible es aplicarle el adjetivo nacional, como si se tratara de algo generalizado para consumo de todos. Yo no sé si las muchas personas con las que más me relacioné y yo mismo, éramos nacionales porque los toros constituían la fiesta nacional y nosotros no éramos aficionados.

La lanza de un carro, en cuyo extremo se colocaba el yugo para uncir los animales domésticos de tiro, quedaba debajo de la caja del carro posterior y así sucesivamente hasta completar el redondel. En una de las calles estrechas adyacentes se encerraban los novillos o vaquillas que iban a ser «toreados y estoqueados a muerte», según la expresión de los anuncios de los festejos. Las mujeres, los niños pequeños, los hombres mayores, y todos los prudentes, se colocaban de pie sobre las cajas de los carros a los que subían o bajaban, por la parte exterior, sirviéndoles de escaleras los radios de madera de las ruedas. Unos y otros se cambiaban con frecuencia de carro para estar junto a un amigo, a un conocido con el que se reencontraba, a la chica que le gustaba, o al paisano del pueblo que acababa de ver. Los jóvenes varones se arrastraban sobre el polvo de la tierra, debajo de los mismos carros, para poder salir al ruedo —a la arena— como valerosos espontáneos, a través de los huecos entre rueda y rueda o por los espacios más reducidos entre los radios de las mismas ruedas y poder demostrar su valor ante sus paisanos. De vez en cuando, se levantaban y entraban en el ruedo, corrían detrás de una pobre vaquilla o torillo o escapaban de ellos cuando los perseguían, despavoridos, y tenían que volver a esconderse en los burladeros, que eran las mismas ruedas de los carros o unos tablones por los que cabía el cuerpo humano pero no los cuernos del animal.

Los aldeanos asistían a estas fiestas porque eran reminiscencias de las fieras, de los gladiadores y de los cristianos de los circos romanos. Pocos años antes, se asistía también a las corridas de gallos que yo presencié. Se colocaba una gruesa cuerda o soga —desde el balcón de la casa de la tía Guerra, la comercianta, hasta el gran negrillo del centro de la hermosa plaza— y de esa cuerda se colgaban los gallos vivos, sujetos por las patas. Los mozos, subidos en asnos o caballos, corriendo al galope, tenían que arrancar la cabeza del gallo. Es seguro que los habitantes del civilizado siglo xx hubieran asistido también al ajusticiamiento, en la plaza pública, de un condenado por cualquier delito, incluso por el asombroso crimen de ser hereje, como había sido frecuente, no muchos siglos antes, en España y en otros países de la civilizada Europa, y como aún sucedía en muchos países del mundo islámico por motivos intrascendentes y triviales.

El Hombre nunca se ha asustado de la sangre animal ni de la humana. Sin embargo, no todos los aldeanos aceptaban esta fiesta, especialmente los ganaderos, como mis padres, que jamás asistieron a una corrida de toros porque no comprendían que unos animales, a los que con tanto mimo cuidaban y alimentaban para que les sirvieran de ayuda en su duro trabajo y en su alimentación, pudieran ser motivo de crueldad para diversión de los hombres llamados civilizados. Los animales bovinos, junto con los asnos, han sido, entre todas las especies vivientes, los seres que más han contribuido al progreso y desarrollo humano a través de la Historia. El Hombre, hasta que se civilizó —ya sé que esto aún no ha sucedido completamente— nunca consideró a los animales domésticos como enemigos a batir, sino como auxiliares y como amigos. Sólo tuvo que luchar contra los animales peligrosos por imperativos naturales de caza para su alimento o para defenderse de los más agresivos. Si exceptuamos los seres vivos epidémicos, que están en franco declive gracias a los adelantos de la biología y de la medicina, la agresividad de los animales nunca ha sido tan salvaje o venenosa, como se quería hacer suponer, porque los animales son mucho menos feroces que el hombre, al que sólo atacan por motivos y circunstancias excepcionales que, generalmente, son los de defenderse de él.

El Ayuntamiento de cualquier pueblo de Castilla, anunciaba con asombroso prodigio de sabiduría la supuesta magnífica novillada. El alcalde, los concejales y los caciques pueblerinos siempre tenían un lugar de privilegio en el balcón del Ayuntamiento o en el de la casa del comerciante del pueblo que, generalmente, estaba ubicada en la plaza. A estos festejos asistía todo el pueblo y gran parte de los vecinos de las aldeas limítrofes. Nunca supe por qué los párrocos de estas aldeas no asistían a los toros. Quizá por pudor o deseo de dar ejemplo o por alguna prescripción eclesiástica. Ya quedaba muy lejos la época en la que un Papa, Pío V, algo exagerado, excomulgaba a los participantes en esta fiesta. No debía ser por esta participación, porque en el Colegio en el que yo estudié el Bachillerato, regido por frailes Misioneros Claretianos, se organizaron, en algunas ocasiones, este tipo de festejos sin temor a las excomuniones.

En otros festejos de la fiesta nacional era desolador ver a una pequeña vaquilla huyendo de decenas de mozos que la perseguían corriendo por las calles del pueblo y, después de maltratarla hasta su agotamiento, acabar con ella a espadazos o estocazos. La espada, que había sido el prototipo de las armas de lucha entre los hombres durante siglos, ya sólo se usaba para colgarla del cinturón de los militares en traje de gala, para recuerdo en los museos y para matar salvajemente a los indefensos toros. Parecía que el hombre, cuando no había guerras, no estaba satisfecho sin seguir matando o viendo matar con tan horrible instrumento.

Nadie dudaba de que esta fiesta era una crueldad y creo que así lo reconocían casi todos los aficionados, incluso los más fanáticos. La crueldad estaba institucionalizada y las corridas de toros estaban presididas por un delegado gubernativo. Algunos justificaban su existencia en el hecho de que era una tradición de muchos siglos sin meditar que algunas tradiciones, como la de la fiesta de los toros, degradan y envilecen. A nadie se le ocurre defender la antropofagia o la esclavitud porque, durante muchos siglos nuestros antecesores los prehistóricos homínidos e incluso el más cercano «homo sapiens» y sus descendientes, de hace pocos milenios, practicaran estas infamias. Las tradiciones que no enriquecen tienen que desaparecer. En cuanto a que había muchos aficionados era cierto, pero esta afirmación carece de consistencia porque es probable que si el circo romano siguieran en el siglo xxi arrojando cristianos, esclavos o condenados, a las fieras, esos mismos aficionados, y seguramente muchos más, irían a ver el espectáculo sabiendo que era una atrocidad.

En el periódico de hoy leo que se ha iniciado una gran competencia o lucha televisiva entre espectadores para ver el gran espectáculo de ajusticiar en la silla eléctrica a un reo en EE.UU. Si se llega a exhibir en España un espectáculo similar, también será un éxito, como lo fueron las hogueras, las horcas o el garrote vil de la Inquisición. Estos ajusticiamientos eran contemplados por muchos espectadores ávidos de grandes y tristes emociones. Es muy difícil comprender qué extraño placer se podía sentir al ver clavar un buen o mal rejón o unas banderillas en la espalda de un animal o al abanicarlo, ya moribundo, para que cayera rendido y estoquearlo con más facilidad. Lo importante era comprobar si la compostura del torero o la verticalidad de la espada constituían el supuesto arte tan rebuscado como ininteligible. Se daba el insólito caso de que muchos aficionados a estas muestras de barbarie contra los indefensos toros eran defensores de los lobos de la Sierra de la Culebra en la margen derecha de la cuenca del Río Duero y habían contribuido a conseguir su protección al incluirlos en el Catálogo de Especies Amenazadas. Los toros bravos también eran protegidos, pero para hacerlos más agresivos, más bravos para poder rejonearlos, banderillearlos y estoquearlos con más sadismo.

La civilización comenzó cuando el Hombre consiguió domesticar a los animales y se ayudó de ellos para el desarrollo de la agricultura y el transporte, originando el fin del nomadismo y el comienzo de los primeros asentamientos urbanos, hace unos ocho mil años. La especie vacuna, junto a los asnos, fue, desde el inicio de la Historia hasta mediados del siglo xx, cuando apareció el tractor, casi la única fuente de energía con la que pudo contar la Humanidad. Sin ellos el hombre no habría podido desarrollar, de manera eficaz, su capacidad intelectiva y productiva, para conseguir sus alimentos por medio de la agricultura. Pero al hombre hispano no le ha bastado ser enemigo del hombre, a través de las interminables guerras civiles, inquisiciones, violencias, pronunciamientos, golpes de estado, drogas... sino que ha cultivado un nuevo enemigo: “el toro bravo” llamado al grito de !Jeeé...! por sus productores, toreros, corredores y espectadores. Tampoco se sabe quién inventó esta tétrica interjección. (Es sorprendente que los toros también entiendan su nombre propio con el que le designan los ganaderos)

A finales del siglo xx se había pretendido suavizar estos festejos «culturales» de la fiesta de los toros con órdenes y reglamentos para seguir con las mismas crueles prácticas. Estos espectáculos taurinos eran considerados por algunos políticos y periodistas, incluso por muchos que se jactaban de intelectuales, como una parte importante de la cultura popular y una aportación de la idiosincrasia ibérica a la Historia Universal. Si uno quería encontrar en la prensa las crónicas taurinas tenía que abrir el periódico y buscar en su índice la sección de «sociedad-cultura» como, incomprensiblemente, figuró, durante muchos años, en periódicos nacionales centenarios. No se comprendía fácilmente a qué cultura pertenecían las noticias y crónicas de las corridas de toros, incluidas en el organigrama del Ministerio de Cultura junto a la literatura, a la música o al teatro.

La fiesta taurina podía ser un aliciente para los turistas porque una gran parte de ellos acudía a estos espectáculos por simple curiosidad hacia lo exótico. Yo, que siempre rechacé la brutal fiesta nacional asistí, en dos ocasiones, acompañando a dos matrimonios que vinieron unos días —invitados por Mari Carmen, mi mujer, y por mí— de vacaciones a España. Uno de ellos era finlandés, con cuya mujer había trabajado Mari Carmen en una empresa de importación celulosa para la fabricación de papel que procedía, en grandes cantidades, de aquel país nórdico. Les mostramos la verdadera España en Toledo, Sevilla, Granada, Cáceres... y quedaron encantados. Después de decidir ir a ver una corrida de toros, comenzó la deliberación familiar sobre si debíamos llevar también a sus dos niños de nueve y once años. Se impuso el criterio de Mari Carmen, que había nacido y vivido en Madrid, donde está la más importante plaza de toros del Mundo, y la decisión fue que no asistieran los niños. El matrimonio finlandés obtuvo una impresión agradable del paseíllo, la música, el colorido. Hasta los «andares» de los toreros le parecieron originales. Pero la fiesta, el toreo, les pareció decepcionante ante el castigo infligido a los animales. Lo consideraron como un espectáculo salvaje, impropio de personas civilizadas. Yo me pasé las dos horas que duró la corrida exprimiendo mi cerebro para tratar de que entendieran un poco mejor lo que sucedía en la plaza. Por una parte, yo nunca tuve la menor idea de lo que era un natural o una verónica y, por otra, tenía que explicarles los lances en inglés, idioma en el que, a pesar de haberlo estudiado durante muchos años, nunca conseguí expresarme con una mínima soltura. La técnica del toreo, que consiste en engañar al toro con un trapo, y la traducción al inglés de muchas palabras como el burladero, que es el refugio de los cobardes toreros cuando huyen del toro, y las sucesivas suertes de rejones, banderillas, manoletinas afarolados, naturales... eran expresiones que superaban mi capacidad intelectual, literaria y lingüística en español y, lógicamente, nula en inglés. La acepción taurina de la palabra «suerte», debió inventarla algún insensible guasón.

En una segunda ocasión llevé a ver una corrida de toros a un matrimonio de Nueva York en cuyo domicilio había pasado nuestra hija Elena algunas temporadas practicando el idioma inglés. Como Elena nos acompañó, pudo explicarles, mucho mejor que yo, los lances de la fiesta. Bop, el padre adoptivo temporal de nuestra hija, era oficial de policía de Nueva York y estaba acostumbrado a ver todo tipo de salvajadas humanas en la ciudad más cosmopolita del Mundo. A pesar de ello no comprendía ese brutal trato con los toros y menos aún que la muerte de tres de ellos se ofrecieran, en absurdos brindis, como un gran honor, al Rey, que asistió a la corrida y que se suponía que representa a todos los españoles. A pesar de que mi hija era abogado e inteligente y sabía algo de toros y dominaba muy bien el inglés, no creo que fuera capaz de explicarles, y menos hacerles comprender, el significado de estos brindis. El torero ofrecía su faena a alguna persona importante que asistía a la corrida y le brindaba el toro, como ofrecimiento salvaje. Si ya era difícil comprender cómo personas cultas e importantes asistían a estos espectáculos, más difícil era entender cómo esas personas podían aceptar el ofrecimiento de que se maltratara y matara cruelmente un toro en su honor. En aquella corrida los tres toreros le brindaron, como era habitual, su primer toro al Rey con la expresión «va por Vd. Majestad» o algo parecido. Supongo que con la sangre del toro, el torero deseaba salud al favorecido con el alto honor de la estupidez del brindis. Y claro, el Rey, tan anacrónico políticamente como la fiesta de los toros, los aceptaba sonriente y complacido, sin meditar un momento si podría ser, como era, una inmoralidad. Creo que el Rey de España ha sido objeto de más brindis toreros que ninguna otra persona.

Nuestro amigo Bop quedó encantado de España, excepto en dos cuestiones relacionadas con la violencia: los toros y la carrera que, a grandes zancadas, tuvo que dar persiguiendo a un tironero en la Plaza Mayor de Madrid para recuperar el bolso arrancado de las manos de su mujer. Tenía sus propios gustos turísticos y uno de ellos era fotografiar portadas de toda clase de edificios. Se llevó el recuerdo de más de 200 de estas fotografías de muchos edificios de España.

En el año 2001 un halagador periodista insinuó la conveniencia de que la Reina de España debiera asistir a los toros, por tratarse de la fiesta nacional. No sé por qué se lo decía a la Reina y no a mí, por ejemplo, o a los millones de españoles que no éramos aficionados y no asistíamos a la brutal fiesta. Personalmente cualquier español era tan importante como la Reina. Lo cierto es que se organizó la polémica. Periodistas, filósofos y catedráticos escribieron decenas de artículos en las páginas de privilegio de los periódicos y revistas, expresando sus opiniones a favor o en contra de la conveniencia de que la Reina asistiera a las corridas de toros, como asistía a los conciertos musicales. Los más sensatos decían lo lógico: que mezclar a la Reina con los toros, por muy fiesta nacional que quisiera atribuírsele, no podía ser ningún mérito para la institución de la Monarquía que, entonces, incomprensiblemente, aún seguía ejerciendo la Jefatura del Estado contra toda lógica democrática y contra el sentido natural y común. Se podía comprender los consejos acerca de no asistir a una fiesta polémica como la de los toros, pero no resultaba inteligible el consejo de ir a ver las corridas taurinas cuando el consejero —por muy intelectual que fuera— sabía que en esa fiesta hay mucha más insensibilidad que hermosura artística. Para justificar esta ausencia de la Reina otro periodista recurría, como si no hubiera argumentos más sólidos en la sensibilidad humana, a la circunstancia de que la Reina Isabel la Católica había escrito a su confesor Fray Hernando de Talavera que se había propuesto «con toda determinación nunca ver los toros». Claro que la Reina Católica no debía ser muy sensible cuando colaboró con su consorte, el Rey Fernando, a la instauración en España del tristemente famoso Santo Oficio, que era mucho más cruel que la fiesta de los toros, o a la expulsión de los judíos de España. Yo no acabo de creer que esta Reina suba a los altares católicos en los próximos años como, ya en el año 2001, se había comenzado a tramitar en Roma, aunque es casi seguro que, antes o después, sucederá este prodigioso milagro de encontrarle los milagros necesarios para su canonización.

De lo que no había duda es de que era una fiesta polémica con detractores y aficionados. Yo nunca pude evitar pensar que era imposible que hubiera personas humanas con una mínima sensibilidad que tuvieran algún argumento serio y moral para defender esta práctica degradante. Si a todos los aficionados a las corridas de toros se les hiciera la preguntara: ¿Es cruel la fiesta de los toros? y se les pidiera que contestaran sí o no, yo estoy seguro de que la mayoría contestarían afirmativamente, porque el simple hecho de ser aficionado no presupone la falta de reconocimiento de la existencia de una violencia incontestable. Pasaba lo mismo que con algunos programas de televisión que eran incultos, inmorales, violentos, obscenos, chismosos y murmuradores, muy frecuentes en aquella época y, sin embargo, los veían un alto porcentaje de espectadores, aunque, en el fondo, casi todos los rechazaban. Entre las excepciones figuraban los que habían hecho de los toros un negocio porque si —ante las cuestiones económicas no hay moralidad ni compasión entre los hombres— menos la habrá entre un hombre y un animal. Los que defendían la fiesta siempre eran los mismos: empresarios, toreros, escritores de novelas exaltando la supuesta magia de los toreros y muchos ricos y famosos vividores de la fiesta, pero muy especialmente los periodistas de las crónicas taurinas.

La mayoría de las acciones e ideas culturales de las civilizaciones clásicas, desde Grecia hasta la actualidad, se han extendido por los doscientos países del Mundo: los juegos, el teatro, la música, pero los toros no han conseguido salir de unos pocos países ibéricos en los que habitan menos del dos por ciento de la humanidad. Compárese, por ejemplo, con el fútbol y con otros deportes antiguos y modernos que se extendieron con gran rapidez y arraigaron en todo el Mundo. Las corridas de toros, por el contrario, después de algunos siglos de existencia, no han conseguido salir de parte del ámbito ibérico, salvo alguna excepción incomprensible en determinada zona del sur de Francia. A esta exportación cultural contribuyó la famosa Eugenia de Montijo, de la nobleza española de Granada, que llegó a ser Emperatriz francesa por su matrimonio con Napoleón III.

Por la peculiaridad de mis profesiones, yo tuve la oportunidad de conocer a miles de personas pero, extrañamente, desde que viví en Madrid, durante más de cincuenta años, sólo conocí a un reducido número de aficionados a la tauromaquia con los que, a pesar de nuestra amistad o relaciones de cualquier tipo, casi nunca hablé de toros. En mi familia no hubo aficionados a los toros; tampoco entre mis amigos íntimos, ni entre mis amigos de juegos de dominó, mus, subastado...o parchís.

Nunca comprendí cómo personas de alta formación moral podían ser aficionadas a esta fiesta; pero aún era más difícil comprender que los aficionados a los toros no aceptaran las críticas con opiniones contrarias a esta fiesta, sobre todo cuando los aficionados eran académicos, intelectuales, o políticos. Para ellos, los aficionados eran defensores de la fiesta y los que opinaban de distinta manera eran detractores. Tampoco comprendí esta diferencia en el trato entre los toros de lidia y los perros. A mi mujer, Mari Carmen, le asustaban los perros cuando se le acercaban ladrando, olfateando su miedo. A mí mismo, que siempre consideré a los perros como mis amigos, como sucede al noventa y nueve por ciento de los seres humanos, habían comenzado a imponerme cierta prevención cuando se me acercaba un perro de gran tamaño durante los últimos años de mi vida, porque, para prevenir mi enigmática propensión a las embolias pulmonares, estuve permanentemente anticoagulado y temía que un mordisco de uno de estos perros, de raza pastor alemán, pudiera desangrarme, porque era muy frecuente leer noticias de ataques de perros, incluso a sus propios dueños. Sólo en una ocasión apercibí que es cierta la expresión de que el miedo u otras emociones fuertes «ponen los pelos de punta», porque noté en los músculos de mis piernas una sensación de estremecimiento difícil de describir.

Quizá por esa absurda idea cultural de la fiesta de los toros se habían escrito muchos libros temáticos y novelas y se habían rodado tantas películas sobre temas taurinos. En el siglo xx se editaron decenas de libros sobre esta fiesta. Yo no leí ni una sola página porque me parecía imposible que pudieran considerarse como libros culturales, tal como yo entendía la cultura. Sólo leí algunas crónicas taurinas para copiar algunas frases que transcribo en este capítulo. En esas crónicas se insistía —imitando a Estrabón, geógrafo griego de la época de Jesucristo— en la semejanza entre el mapa de la Península Ibérica y la piel extendida de un toro, como si existiera una ancestral simbiosis entre el toro y España. Leí algunas críticas de arte y, como hombre de cultura media, comprendía, al menos con relativa frecuencia, lo que querían transmitir los escritores sobre cine, teatro, fútbol o literatura. Pero las crónicas taurinas, como las de la pintura abstracta, eran superiores a mi capacidad intelectual y es seguro que habré ido a la tumba sin haber conseguido comprenderlas. Por ejemplo, yo no entendía qué quería decir un conocido crítico taurino —que escribía en un importante periódico nacional— con la expresión de que determinado diestro, que seguramente era siniestro, «toreó con aroma, misterio y cante grande». Esto no me parecía crítica taurina ni literatura, sino tomadura de pelo a los lectores. Se llegaban a escribir páginas enteras con gran alarde de literatura torera. Para describir un pase que llamaban «natural» se mencionaba —y sigo plagiando— «la estética, el sentimiento, el valor, la autenticidad, el arte, el estoicismo, el esquema doctrinal, el estilismo, la técnica y, para remate, la ciencia». «El torero arrancó faena... y siguió correcto, educado, pulcro, sin ofender ni asediar a su enemigo» ¡Increíble! ¿Alguien con dos dedos de frente podía entender que el torear y matar a un animal bovino podía compendiar todas estas cualidades cuando se trataba simplemente de engañar con una tela —que llamaban trapo— a un indefenso animal irracional, para después matarle con la mayor vileza? Y que no me vengan con el cuento de que se trata de una lucha de igual a igual y que para defenderse el toro tiene cuernos.

La inteligencia bruta del hombre no puede comparase con el instinto animal del toro. O quizá sí, según se considere la comparación. Parecía que escribían vividores inmorales para analfabetos culturales. Espero que, algún día, tendré ocasión de coleccionar una antología de frases de escritores, de periodistas y de intelectuales sobre la fiesta de los toros. No sé si se trataba de metáforas o simbolismos literarios, pero para mí eran incomprensibles. Sigo copiando frases del mismo periódico de fin del siglo xx: «El torero cortó una oreja sin argumentos. La Maestranza fue templo de un funeral de toros vacíos de alma, huecos y sin hechuras». Hoy mismo, en un artículo de un famoso columnista, leo: «El toreo no es norma sino arte; no es libro sino instante; no es peso sino movimiento; no es esquizofrenia sino fiesta». Y otro crítico taurino escribía: «La obra al cuarto fue de arquitectura funcional... por el uso de espacio, las alturas y los tiempos». Al leer cosas así, sin comprenderlas, uno no sabía si pensar que tenía que haber una inmensa diferencia entre el cociente intelectual del cronista y el mío —porque yo no entendía nada de esto— o que se trataba simplemente de literatura torera para necios, para ignorantes o para analfabetos funcionales que tanto abundaban. Para no decir nada, se empleaban todos los verbos, adjetivos, formas sintácticas, metáforas, alegorías, pleonasmos, silogismos y hasta el diccionario completo. Se llegaba a la barbaridad de que muchos intelectuales y poetas sostenían que los toros eran un espectáculo noble, digno, y civilizado del que los españoles debían sentirse orgullosos. Pues a mí que no me metan en ese saco de ese extraño orgullo.

Uno de los más importantes poetas del siglo XX, García Lorca, la llamó la «fiesta perfecta». Según esta afirmación, los muchos millones de españoles que no pensábamos así éramos insensibles ante la perfección. El más premiado escritor español del siglo xx, cuando ya era muy viejo comenzaba así una de sus crónicas: «Para mejor loa y prez de la gloriosa fiesta de los toros...» (Cela). Yo solamente había oído el calificativo glorioso cuando en mi niñez mi madre nos hacía rezar el rosario y correspondían los días de los Misterios gloriosos, o cuando el invicto y glorioso ejercito español de la Guerra Civil acabó de liquidar al de los otros españoles. Algunos críticos hablaban de la mística del arte de torear. Yo nunca me imaginé cómo podía ser compatible la sensibilidad de los poetas, como Gerardo Diego, con la barbarie de los toros. Pero no todos los poetas pensaron lo mismo. Y quizá también es verdad que muchos poetas son unos mentirosos, como escribió Nietzsche, filósofo alemán del siglo XIX, en su obra «La ciencia jovial».

José Zorrilla escribió en su discurso de ingreso en la Academia, estos dos versos, refiriéndose a las corridas de toros:

 

«Bien podrían ser costumbres nacionales

pero costumbres son que nos amenguan»

 

Otro escritor afirmaba, entre una larga diatriba de denuestos, que las corridas de toros eran la crueldad de nuestros sentimientos. La fiesta de los toros no puede ser a la vez «perfecta y cruel; ni un hermoso y sanguinario rito» como la denominaba otro académico (Fernán-Gómez) o quizá sí: lo primero para unos y lo segundo para otros. Ningún ser humano, por muy aficionado o fanático que sea, podría decir fríamente que en esta fiesta hay más perfección y belleza que crueldad, por pocos sentimientos humanos que se tengan.

Es incomprensible que alguien pueda «disfrutar viendo la agonía de un ser vivo y convertir en fiesta de palmas y música la muerte trágica de un animal Lo más preocupante de las corridas de toros no es lo que les ocurre a los toros sino lo que les ocurre a los seres humanos que asisten a ellas» (.A. Caso). Efectivamente este disfrute es antinatural pero la naturaleza humana es contradictoria y sorprendente y nos ofrece comportamientos insólitos. ¿Quién podría imaginar que a un hombre con una suprema sensibilidad como el famoso compositor Mozart —que dedicó su vida a la actividad que amansa a las fieras— le apeteciera ver correr las sangre en los espectáculos de peleas de fieras a los que era muy aficionado y que hacían furor en la década que, en la época de la Revolución Francesa, vivió en Viena cuando era capital del imperio Habsburgo? ¿Quien podía imaginar que España llevara, con la cultura de Occidente a América, esta afición hasta el extremo de que seis u ocho indios, medio borrachos, recibieran en fila y rodilla en tierra a los toros afeitados para lancearlos y quedar molidos como Don Quijote cuando le atropelló la manada de toros bravos?

Para discutir sobre cuestiones taurinas se crearon peñas taurinas con más intereses económicos que de exaltación de la fiesta. En las tertulias de principios del siglo xx, participaban unos pocos privilegiados que se consideraban depositarios de esta falsa cultura. Estas tertulias fueron decayendo, pero todavía en 1999 se celebró, en la segunda universidad más antigua del Mundo, la Sorbona de París, un coloquio sobre los toros y los toreros. Los protagonistas eran españoles y allí se habló del arte de la tauromaquia en sus distintas facetas culturales»: Todo un éxito, en defensa de la barbarie, patrocinado por españoles en París.

Para animar más la fiesta los aficionados, manipulados por los periodistas, solían agrupar a los ídolos toreros por dúos: Machaquito y Bombita; Joselito y Belmonte; Manolete y Arruza; Aparicio y Litri. Un gran negocio en el timo de los mitos. La Humanidad quiere mitos y si no los hay se inventan. Para ello, como sucede con los amuletos de la superstición, vale cualquier cosa.

Sin tener en cuenta algunas pinturas rupestres del paleolítico, que quizá representen escenas taurinas, pero nunca comparables con las actuales, parece que los más antiguos antecedentes de la fiesta de los toros proceden de los juegos que se practicaban en Creta y en el circo romano. El concepto tauromaquia ya existía en Grecia, en cuyo idioma expresaba la idea de lucha con los toros. En el siglo xx las corridas de toros había que definirlas, simplemente, como espectáculos en los que se maltrataba cruelmente a animales vacunos a cambio de la bruta y zafia diversión. Parece que el origen de la fiesta de los toros en España —en su modalidad ecuestre similar a la actual— se remonta al siglo xiii, poco antes del Renacimiento. Hubiera sido imposible que, a pesar de tratarse de una reminiscencia atávica de los circos romanos, surgiera en el Renacimiento. Por eso nacieron en la más oscura Edad Media. Claro que poco después, en el Siglo de Oro, se cometían peores crueldades, como el ajusticiar en la hoguera a miles de personas por simples cuestiones religiosas. En las Partidas del Rey Alfonso X el Sabio se citan estos festejos populares en el norte de España definiendo a los «matatoros como hombres que reciben precio por lidiar con alguna bestia». Se trataba de toreo ecuestre, organizado por los nobles para celebrar fiestas religiosas. El noble tenía que matar al toro con una lanza, pero si era derribado, su padrino tenía que herirle para lavar su honor perdido por la afrenta de la caída. Eran necedades ya superadas.

Al Rey Felipe V, cuyo ascenso al trono provocó una guerra europea —la Guerra de la Sucesión— no le gustaba esta fiesta y consiguió que la nobleza dejara de practicarla, pero a pesar de ello, para festejar el bautizo de su última hija se celebraron —en dos días de fiesta en Sevilla, donde se había desplazado la Corte— cuatro corridas de toros, mañanas y tardes, con un total de cuarenta y seis toros matados.

Carlos III, poco amigo de excesos suntuarios, prohibió los festejos de corridas de toros con ocasión del bautizo de sus nietos mellizos, pero no consiguió acabar con el auge de la fiesta porque, a partir de entonces, la plebe cristiana se aficionó y se apropió de la fiesta a pesar de la oposición vaticana.

A finales del siglo XVIII apareció el toreo a pie, surgieron las primeras figuras y se construyeron las primeras plazas. En Lima, en el siglo XIX, actuaban «hasta diez o doce toreros de a pié con vestidos de majo de seda de colores diferentes, bordados en oro y plata. Algunos de ellos, con especialidad de matadores, eran criminales perdonados»

Poco después, en el mismo siglo XIX las corridas volvieron a ser aceptadas por la nobleza y eran presididas por reyes, nobles corregidores, alcaldes y caciques y señoritos.

La inclinación o afición a la fiesta de los toros no puede ser innata sino adquirida a través de las influencias del medio ambiente en el que se ha vivido. Hasta nuestra Guerra Civil había sido la primera afición de los españoles durante poco más de un siglo. Después de aquella Guerra parecía que los supervivientes habían quedado hartos de sangre y la afición comenzó a inclinarse por otros espectáculos sin tanta sangre: el fútbol y el cine. La afición a los toros levantaba pasiones en el público, aunque sin llegar al delirio del fútbol. Como sucedía en este deporte, se abucheaba y se ovacionaba, se protestaba, se aplaudía y se insultaba. Un torero de quince años llegó a torear ciento treinta corridas en una temporada. Oí contar que un torero, al ser trasladado a la enfermería como consecuencia de una grave cogida exclamó: «Doctor, si me muero que me entierren con la oreja en la mano». Sobran los comentarios sobre la formación familiar, social y cultural recibida por estos toreros.

Al público se le seguía llamando el «respetable», como en el siglo xix, para señalar el respeto de los aficionados hacia las personas entendidas de toros. Este adjetivo, convertido en nombre para significar asistentes a las corridas, ya había cambiado su significado y se refería a la consideración que los toreros —y por extensión, a los actores de teatro, los cantantes, los músicos —sentían y manifestaban hacía el público asistente, el vulgo que pagaba, como, muchos años antes, nos recordaba Lope de Vega con relación a sus obras de teatro.

Los aficionados premiaban las faenas de los toreros con regalos. Es curiosa la acepción de la palabra faena, que no se usaba para ninguna otra profesión. Si acaso para algunos oficios manuales. Procede del latín facienda, en cuyo idioma significaba trabajo a realizar. En la fiesta de los toros, esa palabra había suplido a la de toreo o actuación y, generalmente, no se decía que un torero había realizado un toreo bueno o malo o aceptable, sino que había realizado una buena o mala faena. Quizá pudiera ser un eufemismo de verdugo de animales, que sería la denominación literalmente correcta.

En el siglo xix era el único espectáculo en el que se daban regalos a los triunfadores: tabaco y flores. En el xx siguió la tradición de los regalos en reconocimiento de su buen toreo y, además de flores, se le entregaban las orejas y rabos ensangrentados de los toros que acababan de torturar y matar, como símbolos del triunfo. Con este gran trofeo los toreros daban la vuelta al ruedo ante el clamor de los aficionados. La ovación en Roma era un honor tributado a los generales victoriosos, pero inferior al triunfo, que era la concesión, por parte del Senado, de los máximos honores. La salida a hombros —supongo que la decidían algunos fanáticos aficionados o el Presidente— ya era la apoteosis. Como mi bibliografía se redujo, exclusivamente, a los periódicos, en uno de ellos leí una polémica acerca de si un torero madrileño mereció las dos salidas a hombros que le tributaron unos días antes en Sevilla. Hubo gran número de crónicas en la prensa, siempre bien pagadas, para justificar o rechazar esta sandez.

Cuando la faena no era del gusto del público el torero era castigado con una «bronca», que era la expresión brutal e incívica de la disconformidad con la faena, con muy variadas acciones: arrojar objetos al redondel, silbar, insultar. Muchos insultos calificaban el nivel cultural y moral de muchos aficionados. Algo parecido a los antiguos pataleos o pateos en los estrenos de las obras de teatro que no eran del gusto de los espectadores. (Nada de esto es extraño porque los cultos diputados del Congreso también llegaron a practicarlo para dar ejemplo de incivismo y completar el mal uso del primer gran don cultural del hombre: el lenguaje hablado.) Las broncas toreras también formaban parte del espectáculo, porque para expresar la disconformidad debía ser suficiente con no contribuir al triunfo con los aplausos, pero muchos aficionados se divertían más con las broncas que con los aplausos.

El torero era, para muchos, una figura mítica o divina que se merecía monumentos en sus lugares de nacimiento y localidades en las que tuvo éxito. En una excursión que hice a Córdoba me llamó la atención que la guía nos llevara, como reclamo turístico, a una placita en la que había unas estatuas dedicadas a algunos toreros cuyos nombres no recuerdo. Por el contrario, nunca ví estatuas dedicadas a los tristes mendigos y a los analfabetos. La palabra más prodigada con relación a los toreros era valentía. El toreo es el único deporte mundial, excepto el de la caza, en el que compiten un ser inteligente con otro irracional. No consigo recordar ningún caso de valentía en alguna circunstancia en la que compitieran personas con grandes desigualdades, porque casi siempre había categorías deportivas. Yo creo que los toreros y los periodistas y demás apologistas de la fiesta deben creer que los toros son seres con una inteligencia similar a la del torero. Por eso las corridas de toros no pueden compararse con las luchas de perros, gallos..., aunque también sean salvajes, porque luchan, de igual a igual, entre sí. Ya no existía la abominable práctica prohibida de «peleas de perros» en las que dos animales, entrenados desde poco después de nacer, luchaban ferozmente hasta aniquilarse mutuamente.

Los toreros que sobresalían se hacían enseguida personas famosas porque, en pocos años, obtenían un importante patrimonio a costa de los aficionados, es decir, se hacían «nuevos ricos» y, como los triunfadores de otros espectáculos o artes más culturales como música, teatro, cine, pintura, deportes, adquirían derechos no concedidos a los demás españoles. Eran recibidos y agasajados por los Jefes de Estado y de Gobierno, por la nobleza y por los altos cargos políticos o fácticos. No conocí ningún caso en el que un jefe de Estado recibiera a un español, antes analfabeto, por el importante hecho de haber conseguido aprender a leer y escribir cuando era muy mayor, a pesar de la sociedad hostil, o a otros españoles por miles de circunstancias mucho más importantes que haber matado muchos toros. Si un torero lograba algunas faenas del gusto de los aficionados y de los periodistas taurinos ya era suficiente pasaporte para entrar, a través de la economía, en la alta sociedad y en el reconocimiento social y político. No sé si se concedieron medallas para premiar el mérito de los toreros. Ya sería el colmo de la irracionalidad.

A finales del siglo xx se dio algún caso de la aparición de un torero que era más niño que adolescente. Esto era simplemente antinatural. Asimismo, era antinatural que en una corrida celebrada el mismo año, en la ciudad de Antequera, los tres toreros de la famosa terna —Antoñete, Romero y Paula—, sumaban 190 años de edad. Aunque no cortaron orejas, se decía de ellos que habían dado pases de buen trazo, con empaque y gusto y que habían «embebido» a los toros. ¡Pobres toros! Uno de esos toreros —decía un cronista— «llegó a la muleta con guasa y dio al toro muletazos sentidos, angustiosos y barrocos». Yo, que estoy pretendiendo demostrar que soy algo aficionado a la literatura, no era capaz de entender estos barroquismos de tanta guasa y empaque. Otro crítico, al referirse al joven torero El Juli, escribía que «éste mimó al tercer toro como a un hijo. Convirtió el medio enemigo en un amigo completo y acabó embadurnado de sangre tras unas manoletinas». ¡Insólito!

Los toreros, para triunfar en sus faenas, casi siempre pedían la intervención de Dios: acudían antes de las corridas a la capilla, rezaban, se santiguaban y, cuando triunfaban, pocas veces se acordaban de expresar su agradecimiento. Hace falta ser muy miedoso en su profesión o egoísta por el triunfo, para pensar que Dios puede ocuparse de esta dudosa religiosidad y de la fiesta de los toros, teniendo pendientes otras muchas tareas más trascendentes, aunque, curiosamente, las corridas de toros se celebraban en las fiestas patronales en honor de un Santo o de alguna advocación de la Virgen. No sé si algún torero llegó a ser Santo. Espero que, si ha sido así, no interceda para evitar mi dudosa entrada en el Paraíso.

Lo más lamentable de las corridas de toros eran las cogidas. Esta palabra se había generalizado para denominar el acto por el que un toro empitonaba o corneaba a un torero durante la lidia. Las cogidas mortales no eran muy frecuentes, pero las imágenes de algunas, que ofrecían las televisiones, resultaban espeluznantes. Hasta fines del siglo habían muerto en los ruedos 700 hombres vestidos de traje de luces. En la temporada del año 2002 se produjeron doce cogidas graves. En todas las plazas de cierta importancia existía un quirófano dispuesto para intervenciones quirúrgicas urgentes. En el año 1999 se comenzó a usar en Sevilla la avanzada técnica de la laparoscopia, mientras en los hospitales de la Seguridad Social había largas listas de espera para operar a enfermos de distintas dolencias y algunos fallecían antes de llegarles su turno. Yo deseaba que no hubiera cogidas y que, si las había, se dispusiera de los mejores medios para atender a los toreros heridos, pero las comparaciones jamás han sido odiosas sino necesarias.

Los que recibían la alternativa obtenían el grado máximo de la tauromaquia, el doctorado o también la categoría de maestros. Hacía falta tener unas arraigadas ideas anticulturales para equiparar a los toreros con los maestros o doctores en cualquier arte o ciencia. Hasta cerca de finales del siglo xx la profesión de torero se aprendía en el campo, ante los toros, pero a partir del último tercio del siglo se fundaron escuelas de tauromaquia. En el año 1998 una de estas Escuelas fue sancionada por malos tratos a los animales por cortar orejas y rabos a toros aún vivos. No sé si los gastos de estas escuelas eran estatales. Una de ellas estaba instalada en uno de los más bellos lugares de Madrid, en la Casa de Campo, que era patrimonio municipal.

No ha sido posible determinar si los toros son conscientes de lo que ven, si pueden sentir y pensar y si tienen algún tipo de inteligencia rudimentaria. Lo que sí parece más seguro es que sí sienten dolor. El toro es el enemigo a batir. Los aficionados desean que el torero le engañe con el capote, que le clave buenos rejones, buenas banderillas, y en la llamada «suerte suprema» que la estocada sea tan profunda que llegue hasta el puño de la espada. En una ocasión leí que un famoso torero, creo que de una saga madrileña, decía que los toros lloraban durante la lidia: pero parece que a él no le infundía lástima. El mítico torero Manolete, cuando un periodista le preguntó que por qué estaba tan serio cuando toreaba, le contestó: «Más serio está el toro». Los toreros famosos podían decir cualquier necedad.

De determinados toros se decía que daban buen juego, algo así como aceptar que se estaba jugando con crueldad con un animal irracional, cuya característica común siempre era la misma: agotarse en pocos minutos, sacar la lengua, debido a su extremado cansancio, acezar como perros fatigados, mirar asustados a su alrededor. Cuando llegaba la hora de matarlos, ya estaban medio muertos. El toro y su especie no podían quejarse —si se portaban bien a la hora de morir, siendo bravos— porque el Presidente sacaba un pañuelito azul para premiar su bravura y se le daba una vuelta al ruedo, arrastrados sobre la arena. ¿Hay alguien que puede aceptar esto como nacional y cultural?

Desde hace cerca de diez mil años el Hombre ha hecho grandes esfuerzos por domesticar a los animales. Sólo lo consiguió y casi nunca de manera completa con los animales bovinos, con los perros, con los asnos, con los caballos, con los camellos y con pocos más, y siempre después de un largo proceso de adaptación. Al mismo tiempo, como gran despropósito, ha tratado de cultivar su salvajismo, su bravura, en gallos, perros y toros. Esta bravura se cultivaba mediante cruces de distintas razas. Se trataba de desandar lo que costó a la Humanidad muchos siglos para conseguir su domesticación. Era chocante que, en pocas ocasiones, se oía hablar de la virtud de la nobleza humana y de tratar de cultivarla. Sin embargo, era frecuente oír decir que determinados toros eran más o menos nobles porque embestían de determinada forma. De lo que estoy seguro es de que si a diez aficionados se les pidiera que explicaran los conceptos de nobleza, de casta y de bravura dirían necedades incoherentes y diferentes, como las de los cronistas taurinos.

A finales del siglo XX el Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid recibió varias quejas en las que algunas personas explicaban que habían quedado psicológicamente traumatizadas por la contemplación, en su infancia, de espectáculos taurinos. Como consecuencia de estas quejas, el Defensor del Menor encargó informes a expertos psicólogos, sociólogos y psiquiatras de tres universidades españolas y la conclusión fue que «no puede considerarse peligrosa la contemplación de espectáculos taurinos por menores cuando se trata de niños psicológicamente sanos y que acuden a estos festejos de forma esporádica, voluntariamente y acompañados de adultos que muestran actitudes positivas ante las corridas». Se fundamentaba este informe en que es difícil que los niños se identifiquen con el toro, como sucede con los animales domésticos, y en que los signos de sufrimiento del animal no se perciben desde la grada. Es difícil escribir algo más incoherente e inconcreto y salirse por los Cerros de Úbeda. Y seguramente estos profesionales cobraron altos honorarios, El informe sólo admitía que podían existir algunas manifestaciones emocionales de nerviosismo o preocupación cuando se trataba de niños con trastornos de ansiedad o depresiones, o muy sensibles, o con actitud ecológica extremada, cuando el toro tardaba en morir o cuando se producía una cogida. Yo conocí este informe sólo por notas de prensa pero, sin poder evitarlo, llegué a la conclusión de que había que tomar las debidas precauciones similares a las del Alcalde de un pueblo cuyos habitantes eran muy aficionados a los toros y en el programa de los festejos decía que el día veintitrés habría una gran corrida de toros y que, como el tiempo estaba un poco revuelto, “si llovía por la mañana la corrida se celebraría por la tarde y, por el contrario, si llovía por la tarde la corrida se celebraría por la mañana”. Claro, el mismo día. Aplicando el cuento a los niños el informe venía a decir que si algún toro iba a tener una larga agonía o iba a producirse alguna cogida o muchos pinchazos con los rejones, con las banderillas o con la espada no debían asistir los niños, pero que si no se producían estas circunstancias, podían ir tranquilamente a ver estos festejos. Tampoco se aclaraba si, en cada corrida, a la que iban a asistir los niños, había que consultar a los toros cómo iban a embestir. En resumen, un informe de despistados.

Otra Comunidad, la de Cataluña, prohibió, por primera vez en la historia de este espectáculo, la asistencia a los toros a los menores de catorce años por considerar que la educación moral y cívica de los adolescentes era incompatible con estos festejos. Un conocido columnista de prensa escribió en un artículo que «esta prohibición es una medida política para destruir la idea de España y socavar la cultura española, porque los toros son un vínculo de unión de todos los españoles que producen hombres buenos». Aunque deben respetarse las ideas de todos, mi opinión era que estas afirmaciones no merecen ningún comentario. La prohibición fue recurrida al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y, dos años después, tan alto como sabio Tribunal anuló el decreto de prohibición de asistencia de niños menores de catorce años, con independencia de si iban o no acompañados por adultos. Pero el año 2003, el Parlamento Catalán volvió a aprobar una nueva ley de protección de los animales que prohibía el acceso de los menores de catorce años a las corridas de toros. El día siguiente otro crítico taurino escribía que «se cierran las puertas a los padres que quieren educar a sus hijos en la afición a los toros por sus raíces históricas, estéticas y culturales... Todo porque huele a España» ¿Cómo las corridas de toros pueden tratarse como una cuestión estética, cultural y política? El Ayuntamiento de Barcelona dio un paso decisivo —que sin duda será imitado— al proponer que Barcelona se declare Ciudad Antitaurina

Quiero insistir en que mi cultura no tiene nada que ver con los toros, que yo no eché de menos esta fiesta durante toda mi vida y que, para ser persona cabal, no hay que matar toros ni ir a ver su cruel matanza. No dudo que los toreros son buenas personas, pero es muy probable que serían mejores si se dedicaran a otra actividad laboral menos peligrosa para ellos y más ejemplar para todos, aunque fuera menos lucrativa.

Ya quedaban pocos espectáculos tan brutales en el mundo. Incluso una tradición como la modalidad de cazar zorros a caballo y con perros, muy arraigada en Inglaterra, estaba a punto de ser prohibida y sólo se mantenía, supongo que por poco tiempo, porque originaba varios miles de puestos de trabajo, como si el fin justificara los medios. El macabro lanzamiento de una cabra desde lo alto del campanario de la iglesia de una aldea de la provincia de Zamora, y lamento mencionar a Zamora para recordar esta hazaña, seguía congregando a miles de personas para ver este grandioso espectáculo denominado el «salto de la cabra». Últimamente se había humanizado o animalizado este espectáculo porque se lanzaba sobre una lona y se decía que no sufría daños en la caída e incluso, algunos años, para demostrar que no se había matado ni herido, paseaban posteriormente la cabra para exhibirla a la hora del baile popular. ¿Serían los hombres tan brutos hace un par de millones de años? El sentido común se impuso y en el año 2000 el Ayuntamiento de aquel pueblo decidió no volver a practicar esta animalada.

Pero lo cierto es que seguían celebrándose incalificables fiestas taurinas como el Toro de Júbilo en Medinaceli; los Toros enmaromados o ensogados en media España: Aragón, La Rioja, Navarra, Andalucía, Castilla y León, Benavente Valencia…El Toro de San Juan en Coria el Toro de las Vega de Tordesillas... Y así hasta 60.000 animales maltratados anualmente de los que el 95 % pertenecían a la especie bovina. (Es sorprendente y desconcertante que algunos de estos festejos hayan sido declarados de Interés Turístico Nacional),

A finales del siglo XVIII comenzaron a construirse las primeras plazas de toros: Béjar, Sevilla, Ronda... La inauguración de una plaza de toros era un acontecimiento histórico. A finales del siglo XX hubo dos importantes inauguraciones en España: la Catedral de Madrid, cuya construcción duró casi un siglo, y la de la Plaza de toros de Bilbao. La inauguración de esta plaza fue un acontecimiento que ocupó más páginas de los periódicos de la época que la inauguración de la Catedral madrileña.

Otra faceta de la fiesta de los toros era la de los «encierros», en los que se hacía correr a los animales perseguidos por cientos enloquecidos corredores. Hay quien afirma que los encierros ya se practicaron a primeros del siglo XIII en la localidad segoviana de Cuéllar.

Los encierros de Pamplona se hicieron famosos en todo el Mundo porque un escritor norteamericano, cuyo nombre no transcribiré, los mitificó. En realidad era una carrera en la que los toros hacían lo posible por no cornear a nadie y abrirse paso en medio de los corredores, que parecía que luchaban por estorbarse para que no pudieran correr los demás y acaecieran las frecuentes «cogidas». Estos tradicionales encierros serán prohibidos cuando algún año, quizá no muy lejano, el número de muertos y heridos despierten la sensibilidad de los políticos y de la sociedad y se reconozca la clara inmoralidad de la fiesta. El problema reside en saber cuántos muertos son necesarios. Entre tanto, seguirá la brutal diversión, cada mes de julio, aunque dudo de que complazca al mártir San Fermín, patrono de Pamplona en cuya ciudad nació en el siglo II. Su festividad se celebra el día 7 de julio de cada año porque en dicho día de 1717 fueron trasladadas a Pamplona sus reliquias desde Amiens, donde falleció unos quince siglos antes.

Otros Ayuntamientos también hacían importantes inversiones para instalar las «talanqueras» o vallas de madera para proteger las aceras. En un pueblo próximo a Madrid, que pretendía ser la capital cultural de Europa, además de estar autorizados los encierros, muchos padres llegaron a correr los toros con sus infantiles hijos, como un bebé de ocho meses en sus brazos, o niños de 4 y 6 años de la mano. En el mismo año, en el pueblo de San Sebastián de los Reyes hubo cincuenta y siete heridos en los encierros, de ellos tres graves. Se consideró como saldo positivo, sobre todo porque en aquella ocasión entre los heridos no había borrachos. En el verano del año 2002 un toro corneó y mató a un hombre adulto en el encierro celebrado en una localidad toledana. Y otros varios resultaron muertos o heridos de gravedad en el verano de 2003 en distintos encierros y festejos en pueblos de España. A propósito de estos encierros en aquel mismo año el conocido escritor y periodista José María Carrascal se desahogó —con más elocuencia que lo hago yo— en un artículo en un diario nacional, en el que decía: «De todas las modas que han proliferado últimamente en España, ninguna tan cutre, tan imbécil, tan irracional, tan bestia, como la de los encierros... Los políticos permiten a una multitud de indocumentados ponerse ante las astas de media docena de toros despavoridos por el griterío de la multitud. Una verdadera animalada, sin que se sepa bien quiénes son más animales: diría que los que se ponen delante, pues se les supone inteligencia, aunque para animales, además con alevosía, las autoridades que lo permiten... A veces, pese a mi firme creencia en el progreso, dudo de él; y cuando leo o veo imágenes de los encierros es una de ellas».

Seguramente este periodista también sabía que, sorprendentemente, existía una peña taurina de ciudadanos suecos que no faltaban a la fiesta de los Sanfermines

Mención aparte merece la tradicional fiesta de la muerte a lanzadas de un toro por los mozos en un pueblo de Castilla cuyo nombre menciono antes. Como las opiniones de los famosos tienen más resonancia que la de cualquier otro desconocido como yo, citaré lo que, a propósito de este festejo, escribió el Académico Pérez-Reverte: «Chusma cobarde es la gente que se congrega para matar un toro a lanzazos»

En el año 2005 la Comunidad Europea retiró la subvención que hasta entonces pagaba a España por la conservación de la raza de toros bravos. Pero, incomprensiblemente, los Ayuntamientos seguían subvencionando parte de los gastos que originaban esos festejos con los fondos municipales, tanto de los aficionados como de los no aficionados.

Termino este capítulo como casi todos los demás. El siglo XX, que sobresalió en tantos aspectos del progreso material y del intelectual, no mejoró en cuestiones morales, como expongo en el capítulo dedicado a la Generosidad. Desde el punto de vista moral, a mediados de ese siglo, no se produjo la transición de la Edad Antigua a la de la Civilización Moderna. Sucederá cuando acaben las guerras, cuando haya democracia plena, cuando no haya espectáculos crueles como las corridas de toros o el boxeo; o soeces como muchos que exhiben las televisiones y, naturalmente, muchas más cosas, que cualquier lector tiene en su memoria. Es decir, no sucederá nunca.

 

Los toros en El Quijote

Leyendo el Quijote no se llega a saber si Cervantes era aficionado a esta cruel fiesta, aunque su alta sensibilidad humana, no permite suponerlo.

La primera mención la hace en sentido figurado cuando Don Quijote y el Caballero de los Espejos —el Bachiller Sansón Carrasco— se disponían a luchar; y Sancho dijo a Don Quijote

«Suplico a vuestra merced, señor mío, que antes que vuelva a encontrarse, (a luchar) me ayude a subir sobre aquel alcornoque, de donde podré ver más a mi sabor, mejor que desde el suelo, el gallardo encuentro que vuestra merced ha de hacer con este caballero».

Y Don Quijote le contestó:

«Antes creo, Sancho, que te quieres encaramar y subir en andamio para ver sin peligro los toros».

Algunos defensores de esta fiesta reproducen esta frase para abundar en sus argumentos; pero, fuera cual fuera el concepto de la expresión de Cervantes, no cambia en nada el fondo de la cuestión.

La segunda referencia aparece cuando la hermosa doncella hija de Diego de la Llana cuenta a Sancho que «mi padre me ha tenido encerrada diez años ha, que son los mismos que ha que mi madre come tierra... Cuando oía decir que corrían toros y jugaban cañas y se representaban comedias, preguntaba a mi hermano que me dijera qué cosas eran aquellas».

Y una tercera vez habla de los toros cuando llegó el tropel de toros y lanceros y uno de éstos dijo a Don Quiote

«—Apártate, hombre del diablo, que te harán pedazos estos toros...

—¡Ea, Canalla!, respondió Don Quijote, para mí no hay toros que valgan aunque sean de los más bravos que cría Jarama en sus riberas

Y sin lugar de responder el vaquero y Don Quijote de desviarse... el tropel de los toros bravos y el de los mansos cabestros con la multitud de los vaqueros y otras gentes —que a encerrar los llevaban a un lugar donde otro día habían de correr— pasaron sobre Don Quijote y sobre Sancho, Rocinante y el rucio, dando con todos ellos en tierra, echándolos a rodar por el suelo».

De ninguna de estas citas se desprende que Cervantes fuera aficionado a los toros como pretenden algunos defensores de la fiesta. Más bien parece poco probable que lo fuera; pero aún en este supuesto, no podría ser un argumento de nadie a favor de la fiesta. Teniendo en cuenta que sus tres salidas ocurrieron en verano —época de toros en toda España— Don Quijote no asistió a ninguna corrida.

 

Gerardo Martín Pascual.- Madrid

 

Autor: Gerardo Martín Pascual

Fecha: 2007-09-17

 

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