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¡Maestro! -- Opinión.

archivado en:
Diario Público, 23 junio 2008.(En el blog de Espido Freire).

Comentario por "El hijo de Mitchum" —
¡Maestro! Es la palabra que más se oye últimamente para definir las grandes ¿faenas? realizadas por el torero del momento, José Tomás. Según los entendidos en tauromaquia es el más grande entre los grandes. Ya no sólo el fútbol es la estrella del gran público, ahora parece que con el imparable ascenso del torero de Galapagar, los toros se abren un hueco importante en nuestra sociedad. Sólo hay que echarle un vistazo a las cabeceras de los periódicos de tirada nacional. El País, El Mundo, ABC, todos se hacen eco en primera página del citado torero. Si Franco levantara la cabeza, sonreiría satisfecho viendo que, los valores con los que alineaba y aborregaba a las gentes, siguen estando más vigentes que nunca, además de gozar de una salud impoluta.
Yo, humildemente creía hasta ahora que un maestro era por ejemplo, el personaje que interpretaba el gran Fernando Fernán Gómez en La Lengua de las mariposas o saliéndonos del mundo de la enseñanza, un maestro era, Tiziano, Shakespeare o Don Santiago Ramón y Cajal. Pero que un tipo que sale disfrazado de moderno gladiador y armado con una espada para asesinar a toros, se le llame maestro, es como si yo por incendiar un panal de abejas, me dijesen lo propio. Pero en este caso lo peor no es el torero; un pobre diablo sin cerebro que las únicas luces que tiene son las de su traje; un ser primitivo que se cree más macho y más hombre, por enfrentarse a una bestia que por otro lado, la han drogado, la han cegado y la han martirizado la noche anterior, poniéndole varios sacos de arena en su lomo; un primate que por si fuera poco, otros sádicos llamados banderillero y picador, se encargan de ponérselo a punto, para que el animal, sumido en un lago de sangre en sus entrañas y en un surtidor por donde afloran sus heridas, adormezca su bravura y su fuerza. Lo peor como decía antes no es el torero, ni el picador, ni el banderillero, sino la gente sádica y enferma que acude a la plaza, a regocijarse con la sangre y con la muerte.
Como en los tiempos de Nerón en el circo romano, nuestras plazas de toros conservan la ¿cultura? de la tauromaquia, tan arraigada en nuestra piel de toro. Las gentes gritan y disfrutan como cuando los leones se merendaban a los cristianos y si cogen al torero, un clamor general grita al unísono, vitoreando el coraje y la valentía del “maestro” que a pesar de recibir una cornada, se levanta impertérrito y se enfrenta de nuevo a la bestia, ante el alborozo popular.
El torero sabe que es el héroe y en el caso de José Tomás, se atreve más que nadie a acercarse al toro, eso a pesar de haber recibido numerosas cogidas en su vida taurina. Cuando la sangre salpica y ensucia su rostro, él no se la limpia, sería como borrar de un plumazo la huella del valor que atesora su gesta. A él le gusta que el rastro de la muerte acaricie su piel, demostrando lo macho que es, ya que la sangre derramada es como el Oscar para un actor o el Cervantes para un escritor. Violencia en estado puro.
Mientras torea, la muerte baila alrededor de él. Cuando corta varias orejas, el público extasiado lo saca a hombros por la puerta grande, afirmando intrínsecamente su hombría, su valor y su osadía, sólo reservada para las leyendas. Las personas que lo ven, casi sin darse cuenta en su fragor, no se perciben de todas las cuentas pendientes, (valga la redundancia) que tienen con sus complejos, con su sadismo no confesado y con su defensa de la muerte. Yo, humildemente propondría unas corridas en las que los protagonistas fueran las personas aficionadas a los toros. Dichas personas, correrían por la plaza con sus culos desnudos, para a continuación exponerse a las habilidades de un arquero, que obtendría su éxito acertando el mayor número de flechas en tan noble lugar. Sería divertidísimo. Tal vez así tendrían conciencia de las atrocidades que colman su felicidad.
Somos la vergüenza de Europa, que demuestra que los Pirineos aún son una barrera moral. Cuando supuestos intelectuales, escritores o cantantes, aplauden este espectáculo, siento vergüenza ajena e imagino todas las taras de las que aún no se han desprendido. Cuando los defensores dicen, que los toros les gustaban a Goya, Lorca, Alberti o Hemingway, parece que intentan parapetarse en algo que no se sostiene ni con amarres de acero. Eran otros tiempos. Mi abuelo también labraba con un mulo y cazaba para comer, pero señoras y señores, estamos en el siglo XXI, y que nadie venga con milongas disfrazadas de excusas, como las granjas de gallinas, la caza de focas y otras barbaridades por el estilo. Todo es condenable, sólo que aquí se viste de fiesta, se paga por verlo y encima se le aplaude. Sencillamente bochornoso.


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