Crueldad animal Fiestas bárbaras
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Artículo publicado hoy en suplemento dominical de ABC.
Escrito POR VIRGINIA RÓDENAS. Amenazado de muerte. Así es como vive el periodista y escritor Alfonso Lafora por denunciar negro sobre blanco en su libro «El trato de los animales en España» (Edit. Oberón) el contradiós de torturar a un animal para regocijo del populacho. A los lanceros del Toro de la Vega en Tordesillas, icono de la crueldad para los animalistas amén de para todo el que se precie de respetar a los seres vivos, los puso en su sitio Arturo Pérez-Reverte y casi se lo comen: «Chusma cobarde —definió el académico— es la gente que se congrega cada septiembre para matar un toro a lanzazos mientras la Junta de Castilla y León, pese a las protestas de las sociedades protectoras de animales, mira hacia otro lado y se lava las manos en sangre, con el argumento de que se trata de una tradición y un espectáculo turístico». Y esa «chusma», a la que se refería el escritor, le contestó que eran «lanceros de Tordesillas, y a mucha honra» y que el de Cartagena no tenía ni remota idea de lo que se traía entre manos, «un duelo atávico y mágico, un combate de la bravura contra la inteligencia, un ritual de valor que se celebra desde tiempo inmemorial». Exactamente desde la Edad Media —cuando también era tradición el derecho de pernada que ejercía el notable para desvirgar a la recién casada, pero eso gracias a Dios no se ha conservado—, y que consiste en que varias decenas de jinetes y otros «valientes» a pie conduzcan al cornúpeta, a fuerza de lanzazos, hasta el prado de Zapardiel, donde es traspasado con los hierros hasta que deja de respirar. Luego, le cortaban los testículos —fin de fiesta que a fuerza de protestas se ha logrado suprimir— al objeto de que quien le había propinado la lanzada definitiva los exhibiera del pico de su alabarda en señal victoriosa —ahora lo que insertan es «sólo» el rabo—. Y esta costumbre milenaria que a Pérez-Reverte le produce indignación, a Lafora le causa horror. Tres formas de ver un mismo asunto.
«Te voy a cortar el cuello»
Pero a Lafora también le pueden la pena y la impotencia de jugarse su bienestar y el de su familia «por algo que a nadie le importa». Y si alguien le intimida con que le «va a cortar el cuello», este hombre tranquilo desconcierta al adversario con un «pero primero dime cuál es tu argumento». A estas alturas ha llegado a la conclusión de que se revuelven contra él «porque les toco en el fondo de su corazón. Porque cuando critico algún festejo en que se decapitan gallos, revientan cerdos, se hace de un toro un acerico o una bola de fuego, mortifican cabras con cohetes en el ano o desmiembran patos, sienten que les quiero quitar parte de su esencia. Lo que no deja de ser atroz, como si un africano sintiera que atento contra él por impedirle que mutile el clítoris a su hija, una tradición ancestral y, sin duda, parte de su cultura. El drama está precisamente en que esa demostración de tradición es el amparo legal de estos festejos en España».
Luego, Lafora confiesa haber superado esa fase de horror, cuando tras sus indagaciones para su libro llegaba a casa llorando como un niño. «Porque los chillidos de esos animales no se te van de la cabeza... Es un mundo terrorífico. Pero no pierdo la esperanza. Igual que hace veinte años lo normal era mirar para otro lado cuando una mujer era maltratada por considerarlo como “algo íntimo” en lo que no había que inmiscuirse, lo que hoy sería impensable, espero que, aunque sea por moda o tendencia, se acabe viendo mal la crueldad con los animales. Mientras, este verano, miles de ellos serán torturados en nombre de la fiesta».
Catálogo para sádicos
El catálogo de «diversiones», según relato de Alfonso Chillerón, presidente de la Asociación Nacional para la Protección y Bienestar de los Animales (ANPBA), abarca desde becerradas en que se clava espadas al ganado y se le empuja luego contra el suelo para rematar la faena, a jinetes montados en burro que tratan de descabezar aves, incluso con mordiscos en el cuello; espectáculos del degüello del cerdo, sin previo aturdimiento del animal como manda la ley, arrastrado a la mesa del sacrificio de un gancho insertado en la papada; la pava arrojada desde el campanario sobre la multitud, piñatas con puercos y gallos, hasta toros a los que se arroja al mar, se les da candela e incluso se les prenden fuegos artificiales en la cornamenta, o se les ensoga y arrastra por las calles. Maltratos que provocan las 800 denuncias al año de ANPBA sobre hechos constatados y probados por la Guardia Civil y que han sido el único freno a muchas de estas prácticas. El toro, paradójicamente símbolo patrio de nobleza y bravura, ha resultado ser el campeón de los martirizados.
Otra de las contradicciones de esta España negra del siglo XXI que apunta Chillerón «se da en Cataluña, con fama de ser la comunidad más moderna y vanguardista, que mantiene unos 170 espectáculos, desde primavera hasta septiembre, de “bous embolats” (toros de fuego) y “bous capllaçats” (toros ensogados), por cuyo consentimiento hemos demandando a la Generalitat ante el juzgado número 2 de lo contencioso de Barcelona, que ha admitido la denuncia a trámite. Curioso también porque Cataluña tuvo la primera ley de protección animal de España (1998), que reconoció después la sensibilidad psíquica de los animales (2003). Y sorprendente también que en las tierras del Ebro, donde se dan este tipo de festejos, concretamente en el pueblo de L'Aldea, la prohibición “por no tener tradición” haya provocado la cólera del alcalde, de Esquerra Republicana, el mismo partido que tanto combate las corridas».
O la contradicción de que la Junta de Extremadura, gobernada por el mismo PSOE que con tanto ahínco defiende los derechos de los simios, consienta la celebración del famoso Toro de Coria (o «del acerico», se pueden imaginar por qué), cuyas fiestas de San Juan empiezan el próximo sábado.
Claro que sobre esta tradición también hay otras miradas. Así, desde el ayuntamiento cauriense, su portavoz explicó a D7 que «lo que se lanza al toro no son dardos, aunque quizá el efecto visual sea otro. Lo que se le hace al animal, que tiene la piel muy dura, por lo que es como si a usted le picase un mosquito, es clavarle unas cosas muy ligeras que se tiran con un canuto. Parece que el toro está herido, pero no le pasa nada. Es una tradición ancestral, y los canutos, artesanales, a lo que ya sólo se dedican dos personas. Los canutillos se lanzan durante el encierro (300 metros), hasta que el toro llega a la plaza, donde se le recorta (25 minutos) y después, tras el aviso de las campanas, escapa a las calles. El toro de Coria no espera que vayan a por él, como haría uno noble y bravo, sino que busca la salida. La gente desde las casas le tira agua para refrescarlo, y, a partir de ahí, lo que dure el toro». ¿Lo que dure? «El juego que dé. Luego, se le mata con un rifle. Esta tradición aúna pasado y presente, es un punto de encuentro y de diversión».
También como nexo de unión entre el pasado y el futuro sucedió que, al año siguiente de prohibir —por las denuncias de ANPBA (www.bienestar-animal.org)— que se arrojara una cabra desde el campanario de Manganeses de la Polvorosa, tres encapuchados hicieron conato de arrojar otra con el nombre de «Chillerón». Pero para el presidente de la asociación animalista, artífice de que las leyes de protección no sean papel mojado, fue sólo una anécdota. Como el dicho clásico, él también piensa que «África empieza en los Pirineos, al menos en el trato a los animales».
Con el apoyo del poder
Lo que será debido, como explicó a D7 el filósofo Jesús Mosterín, autor de «¡Vivan los animales!» (Edit. Debate), «al gran atraso de España, que vio pasar la Ilustración sin participar en ella, y que favoreció esa España negra tan bien reflejada en las pinturas de Goya. Cuando la Inquisición ya era historia en el resto de Europa, aquí seguía actuando, y mientras en otros países se abolían las corridas de toros, en España eran fomentadas por Fernando VII. Así que tenemos un espectáculo en que se tortura a un animal con el apoyo del poder establecido y que en los festejos populares se hace además con una muchedumbre que suele estar bajo intoxicación etílica. Así, las administraciones públicas, en vez de desasnar a la población, contribuyen a su embrutecimiento llamando “cultura popular” a lo que no es más que “cultura cutre”. Además, para ello se busca justificación ética en la tradición, que lo mismo podía servir para avalar la ablación del clítoris o el secuestro en Colombia, práctica habitual desde hace generaciones, de lo que se deduce que el hecho de que algo sea tradicional puede hacerlo interesante, pero de ninguna manera ético».
«Y si el pueblo quiere divertirse —da ideas el filósofo—, ¿por qué no hacer como en Tarazona, donde sustituyeron la tradición de soltar a un preso, al que los mozos daban pedradas y cuchilladas en su huida, por un muñeco de trapo al que arrojan chocolatinas? En una sociedad con una amplia oferta de ocio, ¿qué sentido tiene divertirse con estas salvajadas? También el pueblo hizo de las ejecuciones públicas un espectáculo de primer orden, toda una tradición con la que disfrutaban a rabiar los dotados de mala leche congénita». Al final, frente a los que se regocijan con los festejos populares de sangre y muerte Mosterín argumenta: «Que un toro no pueda hablar o hacer matemáticas no quiere decir que no pueda sentir dolor y placer como nosotros, ya que tenemos el diencéfalo muy parecido».
Sin duda, el toro de Coria, por San Juan, y el de la Vega de Tordesillas, por la Virgen de la Vega —acaban de pedir a la Conferencia Episcopal que tome postura ante el martirio animal en honor a santos y vírgenes—, son las dianas del peor encarnizamiento; los dos iconos a derribar «por la extrema crueldad que implican», como insiste Núria Querol, del Grupo para el Estudio de la Violencia en Humanos y Animales. «Debido a factores culturales —añade— parece que nuestra sociedad ha dividido a los animales en “primera clase o de compañía” y de segunda, todos los demás. Si lo que se hace al toro en estos festejos se infligiera a un animal de compañía se consideraría delito, según nuestro Código penal, y en algunos países, incluso por ley, se demandaría evaluación psicológica, ya que el maltrato a un animal puede ser un signo de trastorno».
Y mientras la vicepresidenta del Gobierno Teresa Fernández de la Vega se decide a recibir a los animalistas que se afanan en acabar con la «tradición» de Tordesillas, y para los que hasta el momento «ni está ni se la espera», aun pidiéndole cita por burofax, la modernidad empieza a airear el que será con seguridad un tórrido verano: en Sagunto, como en Benicarló y Benifayó, patos de goma sustituyen a los vivos en su «pesca» de ánades; en Fuentelmonje hacen encierros ecológicos con bichos de gomaespuma; en Manganeses de la Polvorosa, a la cabra en vez de tirarla se la hace desfilar, y en Nalda, donde hasta 1995 pervivió una secuela de la tradición medieval por la que los más pudientes se divertían soltando gallos vivos para ver cómo los más pobres se peleaban por ellos, ahora usan aves de trapo para entretener al pueblo. Eso sí, al final, comilona de pollo, asado.
Porque al fin y al cabo no cuesta tanto superar la animalada e impedir que tanta crueldad nos haga tan costoso, como le ocurre al nobel John Maxwell Coetzee, mirar a los ojos de muchos de nuestros semejantes.<SC70,75>
Escrito POR VIRGINIA RÓDENAS. Amenazado de muerte. Así es como vive el periodista y escritor Alfonso Lafora por denunciar negro sobre blanco en su libro «El trato de los animales en España» (Edit. Oberón) el contradiós de torturar a un animal para regocijo del populacho. A los lanceros del Toro de la Vega en Tordesillas, icono de la crueldad para los animalistas amén de para todo el que se precie de respetar a los seres vivos, los puso en su sitio Arturo Pérez-Reverte y casi se lo comen: «Chusma cobarde —definió el académico— es la gente que se congrega cada septiembre para matar un toro a lanzazos mientras la Junta de Castilla y León, pese a las protestas de las sociedades protectoras de animales, mira hacia otro lado y se lava las manos en sangre, con el argumento de que se trata de una tradición y un espectáculo turístico». Y esa «chusma», a la que se refería el escritor, le contestó que eran «lanceros de Tordesillas, y a mucha honra» y que el de Cartagena no tenía ni remota idea de lo que se traía entre manos, «un duelo atávico y mágico, un combate de la bravura contra la inteligencia, un ritual de valor que se celebra desde tiempo inmemorial». Exactamente desde la Edad Media —cuando también era tradición el derecho de pernada que ejercía el notable para desvirgar a la recién casada, pero eso gracias a Dios no se ha conservado—, y que consiste en que varias decenas de jinetes y otros «valientes» a pie conduzcan al cornúpeta, a fuerza de lanzazos, hasta el prado de Zapardiel, donde es traspasado con los hierros hasta que deja de respirar. Luego, le cortaban los testículos —fin de fiesta que a fuerza de protestas se ha logrado suprimir— al objeto de que quien le había propinado la lanzada definitiva los exhibiera del pico de su alabarda en señal victoriosa —ahora lo que insertan es «sólo» el rabo—. Y esta costumbre milenaria que a Pérez-Reverte le produce indignación, a Lafora le causa horror. Tres formas de ver un mismo asunto.
«Te voy a cortar el cuello»
Pero a Lafora también le pueden la pena y la impotencia de jugarse su bienestar y el de su familia «por algo que a nadie le importa». Y si alguien le intimida con que le «va a cortar el cuello», este hombre tranquilo desconcierta al adversario con un «pero primero dime cuál es tu argumento». A estas alturas ha llegado a la conclusión de que se revuelven contra él «porque les toco en el fondo de su corazón. Porque cuando critico algún festejo en que se decapitan gallos, revientan cerdos, se hace de un toro un acerico o una bola de fuego, mortifican cabras con cohetes en el ano o desmiembran patos, sienten que les quiero quitar parte de su esencia. Lo que no deja de ser atroz, como si un africano sintiera que atento contra él por impedirle que mutile el clítoris a su hija, una tradición ancestral y, sin duda, parte de su cultura. El drama está precisamente en que esa demostración de tradición es el amparo legal de estos festejos en España».
Luego, Lafora confiesa haber superado esa fase de horror, cuando tras sus indagaciones para su libro llegaba a casa llorando como un niño. «Porque los chillidos de esos animales no se te van de la cabeza... Es un mundo terrorífico. Pero no pierdo la esperanza. Igual que hace veinte años lo normal era mirar para otro lado cuando una mujer era maltratada por considerarlo como “algo íntimo” en lo que no había que inmiscuirse, lo que hoy sería impensable, espero que, aunque sea por moda o tendencia, se acabe viendo mal la crueldad con los animales. Mientras, este verano, miles de ellos serán torturados en nombre de la fiesta».
Catálogo para sádicos
El catálogo de «diversiones», según relato de Alfonso Chillerón, presidente de la Asociación Nacional para la Protección y Bienestar de los Animales (ANPBA), abarca desde becerradas en que se clava espadas al ganado y se le empuja luego contra el suelo para rematar la faena, a jinetes montados en burro que tratan de descabezar aves, incluso con mordiscos en el cuello; espectáculos del degüello del cerdo, sin previo aturdimiento del animal como manda la ley, arrastrado a la mesa del sacrificio de un gancho insertado en la papada; la pava arrojada desde el campanario sobre la multitud, piñatas con puercos y gallos, hasta toros a los que se arroja al mar, se les da candela e incluso se les prenden fuegos artificiales en la cornamenta, o se les ensoga y arrastra por las calles. Maltratos que provocan las 800 denuncias al año de ANPBA sobre hechos constatados y probados por la Guardia Civil y que han sido el único freno a muchas de estas prácticas. El toro, paradójicamente símbolo patrio de nobleza y bravura, ha resultado ser el campeón de los martirizados.
Otra de las contradicciones de esta España negra del siglo XXI que apunta Chillerón «se da en Cataluña, con fama de ser la comunidad más moderna y vanguardista, que mantiene unos 170 espectáculos, desde primavera hasta septiembre, de “bous embolats” (toros de fuego) y “bous capllaçats” (toros ensogados), por cuyo consentimiento hemos demandando a la Generalitat ante el juzgado número 2 de lo contencioso de Barcelona, que ha admitido la denuncia a trámite. Curioso también porque Cataluña tuvo la primera ley de protección animal de España (1998), que reconoció después la sensibilidad psíquica de los animales (2003). Y sorprendente también que en las tierras del Ebro, donde se dan este tipo de festejos, concretamente en el pueblo de L'Aldea, la prohibición “por no tener tradición” haya provocado la cólera del alcalde, de Esquerra Republicana, el mismo partido que tanto combate las corridas».
O la contradicción de que la Junta de Extremadura, gobernada por el mismo PSOE que con tanto ahínco defiende los derechos de los simios, consienta la celebración del famoso Toro de Coria (o «del acerico», se pueden imaginar por qué), cuyas fiestas de San Juan empiezan el próximo sábado.
Claro que sobre esta tradición también hay otras miradas. Así, desde el ayuntamiento cauriense, su portavoz explicó a D7 que «lo que se lanza al toro no son dardos, aunque quizá el efecto visual sea otro. Lo que se le hace al animal, que tiene la piel muy dura, por lo que es como si a usted le picase un mosquito, es clavarle unas cosas muy ligeras que se tiran con un canuto. Parece que el toro está herido, pero no le pasa nada. Es una tradición ancestral, y los canutos, artesanales, a lo que ya sólo se dedican dos personas. Los canutillos se lanzan durante el encierro (300 metros), hasta que el toro llega a la plaza, donde se le recorta (25 minutos) y después, tras el aviso de las campanas, escapa a las calles. El toro de Coria no espera que vayan a por él, como haría uno noble y bravo, sino que busca la salida. La gente desde las casas le tira agua para refrescarlo, y, a partir de ahí, lo que dure el toro». ¿Lo que dure? «El juego que dé. Luego, se le mata con un rifle. Esta tradición aúna pasado y presente, es un punto de encuentro y de diversión».
También como nexo de unión entre el pasado y el futuro sucedió que, al año siguiente de prohibir —por las denuncias de ANPBA (www.bienestar-animal.org)— que se arrojara una cabra desde el campanario de Manganeses de la Polvorosa, tres encapuchados hicieron conato de arrojar otra con el nombre de «Chillerón». Pero para el presidente de la asociación animalista, artífice de que las leyes de protección no sean papel mojado, fue sólo una anécdota. Como el dicho clásico, él también piensa que «África empieza en los Pirineos, al menos en el trato a los animales».
Con el apoyo del poder
Lo que será debido, como explicó a D7 el filósofo Jesús Mosterín, autor de «¡Vivan los animales!» (Edit. Debate), «al gran atraso de España, que vio pasar la Ilustración sin participar en ella, y que favoreció esa España negra tan bien reflejada en las pinturas de Goya. Cuando la Inquisición ya era historia en el resto de Europa, aquí seguía actuando, y mientras en otros países se abolían las corridas de toros, en España eran fomentadas por Fernando VII. Así que tenemos un espectáculo en que se tortura a un animal con el apoyo del poder establecido y que en los festejos populares se hace además con una muchedumbre que suele estar bajo intoxicación etílica. Así, las administraciones públicas, en vez de desasnar a la población, contribuyen a su embrutecimiento llamando “cultura popular” a lo que no es más que “cultura cutre”. Además, para ello se busca justificación ética en la tradición, que lo mismo podía servir para avalar la ablación del clítoris o el secuestro en Colombia, práctica habitual desde hace generaciones, de lo que se deduce que el hecho de que algo sea tradicional puede hacerlo interesante, pero de ninguna manera ético».
«Y si el pueblo quiere divertirse —da ideas el filósofo—, ¿por qué no hacer como en Tarazona, donde sustituyeron la tradición de soltar a un preso, al que los mozos daban pedradas y cuchilladas en su huida, por un muñeco de trapo al que arrojan chocolatinas? En una sociedad con una amplia oferta de ocio, ¿qué sentido tiene divertirse con estas salvajadas? También el pueblo hizo de las ejecuciones públicas un espectáculo de primer orden, toda una tradición con la que disfrutaban a rabiar los dotados de mala leche congénita». Al final, frente a los que se regocijan con los festejos populares de sangre y muerte Mosterín argumenta: «Que un toro no pueda hablar o hacer matemáticas no quiere decir que no pueda sentir dolor y placer como nosotros, ya que tenemos el diencéfalo muy parecido».
Sin duda, el toro de Coria, por San Juan, y el de la Vega de Tordesillas, por la Virgen de la Vega —acaban de pedir a la Conferencia Episcopal que tome postura ante el martirio animal en honor a santos y vírgenes—, son las dianas del peor encarnizamiento; los dos iconos a derribar «por la extrema crueldad que implican», como insiste Núria Querol, del Grupo para el Estudio de la Violencia en Humanos y Animales. «Debido a factores culturales —añade— parece que nuestra sociedad ha dividido a los animales en “primera clase o de compañía” y de segunda, todos los demás. Si lo que se hace al toro en estos festejos se infligiera a un animal de compañía se consideraría delito, según nuestro Código penal, y en algunos países, incluso por ley, se demandaría evaluación psicológica, ya que el maltrato a un animal puede ser un signo de trastorno».
Y mientras la vicepresidenta del Gobierno Teresa Fernández de la Vega se decide a recibir a los animalistas que se afanan en acabar con la «tradición» de Tordesillas, y para los que hasta el momento «ni está ni se la espera», aun pidiéndole cita por burofax, la modernidad empieza a airear el que será con seguridad un tórrido verano: en Sagunto, como en Benicarló y Benifayó, patos de goma sustituyen a los vivos en su «pesca» de ánades; en Fuentelmonje hacen encierros ecológicos con bichos de gomaespuma; en Manganeses de la Polvorosa, a la cabra en vez de tirarla se la hace desfilar, y en Nalda, donde hasta 1995 pervivió una secuela de la tradición medieval por la que los más pudientes se divertían soltando gallos vivos para ver cómo los más pobres se peleaban por ellos, ahora usan aves de trapo para entretener al pueblo. Eso sí, al final, comilona de pollo, asado.
Porque al fin y al cabo no cuesta tanto superar la animalada e impedir que tanta crueldad nos haga tan costoso, como le ocurre al nobel John Maxwell Coetzee, mirar a los ojos de muchos de nuestros semejantes.<SC70,75>