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EL CAFÉ PENDIENTE DE MARÍA

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María se erige estos días en protagonista de la noticia, y al verla revolotear cual ninfa entre cámaras y abrazos de acólitos me viene a la cabeza que no la conozco personalmente; y debería. Les cuento. En cierta ocasión me llamó por teléfono y estuvimos charlando durante cincuenta minutos largos, una pasta para el ayuntamiento. Desempeñaba entonces su cargo como concejala en Donostia, hace de esto algunos años. Como quiera que no nos poníamos de acuerdo –enseguida aclaro sobre qué–, me invitó a tomar un café en su despacho, por ver si frente a frente avanzábamos algo en lo que a acercar posturas y a entender al otro se refería. El encuentro-tertulia nunca se llegó a producir. Lo impidió un malhadado cólico nefrítico del que suscribe, el mismito día anterior al acordado para la cita. Después, simplemente olvidamos el asunto.

Me acordé de ello también cuando anunció ante los medios lo de su cáncer. En mi fuero interno le deseé lo mejor (no especialmente a ella, pero también a ella) e incluso pensé que era un momento idóneo para retomar lo del café fallido, por la elemental razón de que nuestra charleta telefónica –y se supone que su posterior prórroga cara a cara– versaba sobre el sufrimiento. Sí, sobre el sufrimiento en general, el que yo considero igual de indeseable para cualquiera que lo experimente, sea político-diana o terrorista, toro en el ruedo o perro abandonado en la cuneta de una carretera secundaria. Sobre el apasionante tema del dolor, el que ella clasificaba entonces en “buenos y malos”, condenables y “ningunizables”, permítaseme el palabro. De eso charlamos el día de autos, y vamos ya entrando en el tema.

Se le había enviado –a ella y a los restantes concejales de las capitales vascas, un total de casi ochenta personas– una carta desde cierta organización de defensa de los animales. Así se hacía desde años atrás y de hecho se sigue haciendo como parte de la actividad pública de la referida asociación. El objetivo de la misiva era doble: por un lado, invitar a los cargos electos de las corporaciones municipales a reflexionar sobre la licitud moral que nos asiste para agredir a animales inocentes en aras de valores tan etéreos como la cultura, el arte o la tradición; por otro, se les lanzaba una invitación expresa a que no apoyaran con su presencia aquellos espectáculos de los que formaran parte la violencia física o emocional hacia animales. Nos referíamos naturalmente a las corridas de toros, pero también a realidades como el tradicional circo, que incomprensiblemente la gente no suele asociar con realidades agresivas hacia sus protagonistas. El documento lo firmaba un servidor en calidad del cargo que entonces ocupaba. Nada personal por parte de María, quede claro. Por una simple cuestión de formas, siempre invitamos a los destinatarios a establecer un diálogo, caso de estimarlo oportuno, y es lo que hizo ella con muy buen criterio. Debería confesar apesadumbrado en este punto que sólo una exigua minoría responde a este tipo de invitaciones, con lo que por una cuestión de pura justicia hay que reconocerle a María no sé si tanto como coraje, pero es claro que sí una elemental decencia democrática y hasta moral. Cada cual en su sitio y la verdad en el de todos. Si la memoria no me falla, lo que más irritó a María fue una frase en la que afirmábamos algo así como que quien legitima e incluso apoya de manera explícita actos de violencia unilateral –salvo que se aporten poderosos argumentos en contra, al menos estaremos de acuerdo en que la tauromaquia supone eso en la práctica, con independencia de que pueda ser considerado un arte sublime– tiene a su vez una autoridad moral muy atenuada para quejarse por la violencia de la que uno mismo pueda ser objeto. No que no le asista autoridad alguna para protestar, ojo, sino que ésta se encuentra cierta y severamente atenuada en su caso, entiéndase la reflexión en todo su rigor. María se sintió herida por la reflexión, y ni corta ni perezosa cogió el teléfono y marco el número que aparecía a pie de folio. Muy lícito, lo acabo de decir. Yo traté de explicarle una y otra vez la idea ya expuesta en la carta. Me refiero a lo de que todos los padecimientos son iguales, al menos igual de indeseables para quien los experimenta, y que ser responsable en alguna medida del dolor infligido a inocentes no es desde luego virtuoso. En su calidad de amenazada, y asumiendo mi interpelación como simple herramienta didáctica, le pregunté cuál era la razón exacta por la que ella consideraba intrínsecamente malo que alguien le disparase. (Equivocado o no, siempre he creído que las cosas hay que tratarlas de frente y con toda la naturalidad posible). Tal vez sí lo hizo, pero no recuerdo que me contestase con claridad a un planteamiento tan contundente. Tengo nítida sin embargo cuál fue mi propia respuesta: es malo porque duele. Te duele a ti o les duele a los tuyos, que podemos ser todos en este caso. Sólo por eso –y nada menos que por eso– está mal tirotear a la gente por la calle, torturar en comisaría, torear, ver la faena desde el tendido. Me quedé con el convencimiento personal de que María comprendió perfectamente la esencia de lo que le decía, mas evitó reconocerlo, como buena política, aunque no me atrevería a decir que como buena ciudadana.



Hubiera sido un encuentro como mínimo enriquecedor para ambos, estoy seguro de ello al menos por lo que a mí respecta. Digo esto porque soy el primer interesado en sondear las razones que llevan a alguien a rechazar la violencia unas veces y darle pábulo, servir de cómplice y aun de correa de transmisión en otras. Hombre, yo no digo que retomemos lo del café, que se ha puesto por las nubes con lo del dichoso euro y que por cierto aceptaría encantado, pero sí me permito la libertad de invitarle desde este artículo, ahora a título puramente personal, a que recapacite sobre las responsabilidades que cada cual tenemos en nuestra vida diaria. Y asistir divertida a ciertos espectáculos no es, créanme, éticamente neutro. Que todo te vaya de cine, María. Te lo deseo de corazón. No necesito hacer ningún esfuerzo especial para ponerme en tu lugar –ya sabes, lo de la empatía que comentábamos en aquella conversación– y en el de los tuyos. Si nos falla lo de la empatía, estamos acabados.

Kepa Tamames


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