La república de los gatos
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CRÓNICA DESDE ESTAMBUL // ANDRÉS MOURENZA
Gatos en Estambul. ANDRÉS Mourenza
Durante los días en que el temporal de nieve se cebó en Estambul, un espeso manto de blanco silencio cubrió la ciudad del Bósforo. A través de los cristales helados de la ventana solo se oía el rugir del viento y, muy de vez en cuando, los gritos de un osado vendedor de salep (bebida caliente a base de leche y harina de orquídea) que se atrevía a desafiar la tormenta para pregonar su mercancía. ¿Y los gatos? ¿Dónde estaban los gatos que con sus maullidos quejumbrosos, sus agrias disputas y sus gritos en celo llenan la noche estambulí? Los gatos habían desaparecido bajo el temporal.
Turquía es pródiga en variedades de gatos e incluso tiene sus propias denominaciones de origen. De aquí provienen los Angora (Ankara), de largo pelaje blanco, y los extraños gatos de Van (en el este), que poseen un ojo de cada color y gustan de nadar en el lago del mismo nombre. Los gatos de Van no pueden ser, por ley, llevados fuera de Turquía, y solo cruzan la frontera en forma de lujoso regalo a reyes y jefes de Estado.
Pero si hay un lugar donde los gatos son amos y dueños de las calles, ese es Estambul. Son, como la ciudad misma, gatos mestizos, cruzados, sin ningún pedigrí, a veces sucios y siempre revoltosos. Pero son tratados con especial mimo por los estambulís, que los alimentan con lo que tienen a mano. Así, los gatos de Tarlabasi son pobres y flacos como sus habitantes y, en cambio, los de Cihangir se extienden gordos y lustrosos sobre el capó de los coches. La señora Aral, cada día, deposita frente a su casa una buena porción de pienso para gatos o incluso platos enteros de anchoas frescas. Cuando el frío obliga a los estambulís a encerrarse en casa, la anciana coloca unas mantas junto a su puerta para que se cobijen. En las puertas traseras de los restaurantes, los animales esperan siempre su ración y algunos turcos afirman, como casi todo entre bromas y veras, que si en los alrededores de una fonda no se ven gatos es que se sirve carne de felino.
El amor de los turcos por los animales callejeros siempre llamó la atención a los viajeros europeos y, cuando el general prusiano Helmut von Moltke llegó a Estambul en 1837, escribió sorprendido a un colega suyo: "Los turcos muestran caridad incluso hacia los animales. En el barrio de Üsküdar hay hasta un hospital para gatos". Las crónicas relatan que en 1910, cuando el Gobierno de turno decidió deshacerse de 40.000 perros enviándolos a una isla desierta del Mar de Mármara (nadie tenía estómago suficiente para sacrificarlos), los habitantes de Estambul montaron en cólera. "Los estambulís valoramos mucho a los animales que viven en las calles porque durante siglos hemos compartido esta ciudad cosmopolita", explica Elif Soyer, directora del programa Perros y gatos en las ondas.
Poco a poco, al derretirse la nieve, los gatos comenzaron a dejarse ver. Salían de debajo de los coches cubiertos de nieve que se habían convertido en improvisados iglús o de los portales en los que filantrópicos humanos les habían permitido a refugiarse. Poco a poco, volvieron a imponer su orden en las calles de Estambul. Retomaron el poder en la república de los gatos
Gatos en Estambul. ANDRÉS Mourenza
Durante los días en que el temporal de nieve se cebó en Estambul, un espeso manto de blanco silencio cubrió la ciudad del Bósforo. A través de los cristales helados de la ventana solo se oía el rugir del viento y, muy de vez en cuando, los gritos de un osado vendedor de salep (bebida caliente a base de leche y harina de orquídea) que se atrevía a desafiar la tormenta para pregonar su mercancía. ¿Y los gatos? ¿Dónde estaban los gatos que con sus maullidos quejumbrosos, sus agrias disputas y sus gritos en celo llenan la noche estambulí? Los gatos habían desaparecido bajo el temporal.
Turquía es pródiga en variedades de gatos e incluso tiene sus propias denominaciones de origen. De aquí provienen los Angora (Ankara), de largo pelaje blanco, y los extraños gatos de Van (en el este), que poseen un ojo de cada color y gustan de nadar en el lago del mismo nombre. Los gatos de Van no pueden ser, por ley, llevados fuera de Turquía, y solo cruzan la frontera en forma de lujoso regalo a reyes y jefes de Estado.
Pero si hay un lugar donde los gatos son amos y dueños de las calles, ese es Estambul. Son, como la ciudad misma, gatos mestizos, cruzados, sin ningún pedigrí, a veces sucios y siempre revoltosos. Pero son tratados con especial mimo por los estambulís, que los alimentan con lo que tienen a mano. Así, los gatos de Tarlabasi son pobres y flacos como sus habitantes y, en cambio, los de Cihangir se extienden gordos y lustrosos sobre el capó de los coches. La señora Aral, cada día, deposita frente a su casa una buena porción de pienso para gatos o incluso platos enteros de anchoas frescas. Cuando el frío obliga a los estambulís a encerrarse en casa, la anciana coloca unas mantas junto a su puerta para que se cobijen. En las puertas traseras de los restaurantes, los animales esperan siempre su ración y algunos turcos afirman, como casi todo entre bromas y veras, que si en los alrededores de una fonda no se ven gatos es que se sirve carne de felino.
El amor de los turcos por los animales callejeros siempre llamó la atención a los viajeros europeos y, cuando el general prusiano Helmut von Moltke llegó a Estambul en 1837, escribió sorprendido a un colega suyo: "Los turcos muestran caridad incluso hacia los animales. En el barrio de Üsküdar hay hasta un hospital para gatos". Las crónicas relatan que en 1910, cuando el Gobierno de turno decidió deshacerse de 40.000 perros enviándolos a una isla desierta del Mar de Mármara (nadie tenía estómago suficiente para sacrificarlos), los habitantes de Estambul montaron en cólera. "Los estambulís valoramos mucho a los animales que viven en las calles porque durante siglos hemos compartido esta ciudad cosmopolita", explica Elif Soyer, directora del programa Perros y gatos en las ondas.
Poco a poco, al derretirse la nieve, los gatos comenzaron a dejarse ver. Salían de debajo de los coches cubiertos de nieve que se habían convertido en improvisados iglús o de los portales en los que filantrópicos humanos les habían permitido a refugiarse. Poco a poco, volvieron a imponer su orden en las calles de Estambul. Retomaron el poder en la república de los gatos