La TAUROMAQUIA
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Artículos
Francisco Garrido, diputado de Los verdes
La filósofa judía y alemana H. Arent, en un conocido texto sobre el juicio a un burócrata nazi, celebrado en Israel (“Eichmann en Jerusalén”), reflexionaba sobre la naturaleza banal del mal. Eichman era un hombre gris, sistemático, meticuloso, perfeccionista, fiel cumplidor de sus obligaciones profesionales y familiares, interesado atentamente por la salud, los estudios y el bienestar de sus hijos, sin sombra alguna de fanatismo ideológico ni de odio étnico o iluminación religiosa. Era, en fin, un buen y honrado hombre común alemán. Pero ese hombre honrado planificó, técnicamente, el exterminio de millones de hombres, mujeres y niños judíos en las cámaras de gas.
¿Cómo era posible esto? ¿En qué momento, a partir de qué resorte mental, el honrado y pulcro funcionario prusiano se convierte en el carnicero nazi? Eichman era un individuo para el cual los límites de la comunidad moral coincidían exactamente con los límites del derecho público alemán. No era un ciego, era un miope moral, incapaz de percibir, y mucho menos sentir, el sufrimiento ajeno. Sólo así se puede explicar la distancia entre el honrado funcionario y el frío genocida.
He recordado estas reflexiones de Arent, a partir de los correos electrónicos que estoy recibiendo, algunos de ellos muy poco amistosos y educados, por la propuesta de suprimir las subvenciones públicas a las corridas de toros. Los taurinos - que son muchos menos de los que ellos dicen, pero muchos más de lo que la decencia y la cordura aconsejarían - se defienden proclamando que, entre sus filas, hay ilustres intelectuales, artistas renombrados, hombres y mujeres de izquierda. En definitiva, buena gente. Y no seré yo quién lo niegue. De hecho yo mismo conozco a un puñado de estos.
¿Entones, cómo es posible que se sea buena gente y, al mismo tiempo, tan insensible ante el sufrimiento animal? Que se acuda a la muerte y tortura de un animal, como si se tratara de un concierto de música o de una obra de teatro… Y aquí es donde retomo la tesis de Arent, sobre la banalidad del mal, a propósito de Eichman. Los taurinos, al menos muchos taurinos (los “buena gente”) son también, como Eichman, unos miopes morales, incapaces de trascender las fronteras de la especie, violando así el sentimiento innato de compasión ante el dolor, con el que todos y todas nacemos y nos socializamos. La banalidad del mal es el soporte social de los fascismos de todo tipo. Los fascistas no son millones, pero los banales sí. En el caso de los toros y del maltrato animal, estamos ante el soporte del fascismo de especie, que concibe al ser humano en guerra permanente de explotación y exterminio sobre el resto de los seres vivos, a los que se les invisibiliza como seres y se les representa como cosas.
La filósofa judía y alemana H. Arent, en un conocido texto sobre el juicio a un burócrata nazi, celebrado en Israel (“Eichmann en Jerusalén”), reflexionaba sobre la naturaleza banal del mal. Eichman era un hombre gris, sistemático, meticuloso, perfeccionista, fiel cumplidor de sus obligaciones profesionales y familiares, interesado atentamente por la salud, los estudios y el bienestar de sus hijos, sin sombra alguna de fanatismo ideológico ni de odio étnico o iluminación religiosa. Era, en fin, un buen y honrado hombre común alemán. Pero ese hombre honrado planificó, técnicamente, el exterminio de millones de hombres, mujeres y niños judíos en las cámaras de gas.
¿Cómo era posible esto? ¿En qué momento, a partir de qué resorte mental, el honrado y pulcro funcionario prusiano se convierte en el carnicero nazi? Eichman era un individuo para el cual los límites de la comunidad moral coincidían exactamente con los límites del derecho público alemán. No era un ciego, era un miope moral, incapaz de percibir, y mucho menos sentir, el sufrimiento ajeno. Sólo así se puede explicar la distancia entre el honrado funcionario y el frío genocida.
He recordado estas reflexiones de Arent, a partir de los correos electrónicos que estoy recibiendo, algunos de ellos muy poco amistosos y educados, por la propuesta de suprimir las subvenciones públicas a las corridas de toros. Los taurinos - que son muchos menos de los que ellos dicen, pero muchos más de lo que la decencia y la cordura aconsejarían - se defienden proclamando que, entre sus filas, hay ilustres intelectuales, artistas renombrados, hombres y mujeres de izquierda. En definitiva, buena gente. Y no seré yo quién lo niegue. De hecho yo mismo conozco a un puñado de estos.
¿Entones, cómo es posible que se sea buena gente y, al mismo tiempo, tan insensible ante el sufrimiento animal? Que se acuda a la muerte y tortura de un animal, como si se tratara de un concierto de música o de una obra de teatro… Y aquí es donde retomo la tesis de Arent, sobre la banalidad del mal, a propósito de Eichman. Los taurinos, al menos muchos taurinos (los “buena gente”) son también, como Eichman, unos miopes morales, incapaces de trascender las fronteras de la especie, violando así el sentimiento innato de compasión ante el dolor, con el que todos y todas nacemos y nos socializamos. La banalidad del mal es el soporte social de los fascismos de todo tipo. Los fascistas no son millones, pero los banales sí. En el caso de los toros y del maltrato animal, estamos ante el soporte del fascismo de especie, que concibe al ser humano en guerra permanente de explotación y exterminio sobre el resto de los seres vivos, a los que se les invisibiliza como seres y se les representa como cosas.