Maldito toro
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Artículos
Fernando Delgado
Nadie discute que, como acaba de suceder, el hecho de que un padre meta a un niño a correr ante un toro en los sanfermines le parezca a un juez una demostración válida de la irresponsabilidad del padre, a la hora de concederle la custodia del hijo a uno de sus progenitores.
Pero no parece que se tenga en cuenta que esa inconsciencia del padre proceda de un fervor por el riesgo, de una pasión, y que sea eso lo que quiera transmitir a su hijo desde su mejor voluntad paterna. Si se da por bueno el riesgo del padre y su natural pasión sería lógico admitir que pretenda contagiarla a quien más quiere. Si no, habría de hacerse con el padre lo que con la bañista que, advertida por el socorrista de que corre peligro, se empeña en meterse en el mar y, una vez devuelta a la orilla, se le hace pagar una multa. A la gente, en otros trances distintos a los encierros, no se le deja, así porque sí, someterse al riesgo de muerte. Es más, a los que por someterse a riesgo de muerte ocupan los servicios de urgencia de los hospitales y ocasionan gastos a la sanidad pública se les afea la conducta. En la preocupación del Estado por todo lo que puede matar, incluido el tabaco, se organizan verdaderas campañas para que no seamos tan estúpidos que comprometamos nuestra vida por el placer del riesgo, pero en el caso de los encierros es el mismo Estado en sus vertientes municipal, autonómica y nacional el que se ocupa de incitarnos al placer del peligro. Los menores, si se atiende al caso del niño que corrió los sanfermines con su padre, y a las reacciones de inmediata condena de los defensores del menor, tienen otra suerte. Pero sólo en ese caso. Porque los defensores del menor deben andar de vacaciones en estos días para no ver de qué modo corren los niños y jóvenes, delante y detrás de un toro, sometiendo a sufrimiento al animal por las calles de muchos pueblos de España, encendiéndoles los cuernos o echándolos a la mar. No sé si encontrarían en eso razones para retirarles la tutela de esas criaturas a sus padres o si los jueces vieran estas cosas ordenarían de inmediato la detención de los papás. Claro que tal vez los jueces hayan de tener en cuenta, más que la falta de valores cívicos y humanos que estas costumbres encierran, que en este asunto no parece que queramos competir con los países civilizados, la esencia patriótica y el arte que supone maltratar al toro. El toro, por su parte, debe darse por contento de correr mejor suerte que en Tordesillas.
En Tordesillas, cuando llega septiembre, lo desollan vivo y arrastran sus miembros por los pedregales. Pero todavía tiene que agradecer algo el toro, según los expertos: que si no lo criaran para sufrir, su especie ya habría sido extinguida. Sin embargo, el muy ingrato pincha alguna vez la nalga de un joven, le hace perder el tino a otro o acaba con la vida de alguno. Entonces el toro trae el duelo al pueblo porque el toro es un gran hijo de puta. Maldito toro.
Nadie discute que, como acaba de suceder, el hecho de que un padre meta a un niño a correr ante un toro en los sanfermines le parezca a un juez una demostración válida de la irresponsabilidad del padre, a la hora de concederle la custodia del hijo a uno de sus progenitores.
Pero no parece que se tenga en cuenta que esa inconsciencia del padre proceda de un fervor por el riesgo, de una pasión, y que sea eso lo que quiera transmitir a su hijo desde su mejor voluntad paterna. Si se da por bueno el riesgo del padre y su natural pasión sería lógico admitir que pretenda contagiarla a quien más quiere. Si no, habría de hacerse con el padre lo que con la bañista que, advertida por el socorrista de que corre peligro, se empeña en meterse en el mar y, una vez devuelta a la orilla, se le hace pagar una multa. A la gente, en otros trances distintos a los encierros, no se le deja, así porque sí, someterse al riesgo de muerte. Es más, a los que por someterse a riesgo de muerte ocupan los servicios de urgencia de los hospitales y ocasionan gastos a la sanidad pública se les afea la conducta. En la preocupación del Estado por todo lo que puede matar, incluido el tabaco, se organizan verdaderas campañas para que no seamos tan estúpidos que comprometamos nuestra vida por el placer del riesgo, pero en el caso de los encierros es el mismo Estado en sus vertientes municipal, autonómica y nacional el que se ocupa de incitarnos al placer del peligro. Los menores, si se atiende al caso del niño que corrió los sanfermines con su padre, y a las reacciones de inmediata condena de los defensores del menor, tienen otra suerte. Pero sólo en ese caso. Porque los defensores del menor deben andar de vacaciones en estos días para no ver de qué modo corren los niños y jóvenes, delante y detrás de un toro, sometiendo a sufrimiento al animal por las calles de muchos pueblos de España, encendiéndoles los cuernos o echándolos a la mar. No sé si encontrarían en eso razones para retirarles la tutela de esas criaturas a sus padres o si los jueces vieran estas cosas ordenarían de inmediato la detención de los papás. Claro que tal vez los jueces hayan de tener en cuenta, más que la falta de valores cívicos y humanos que estas costumbres encierran, que en este asunto no parece que queramos competir con los países civilizados, la esencia patriótica y el arte que supone maltratar al toro. El toro, por su parte, debe darse por contento de correr mejor suerte que en Tordesillas.
En Tordesillas, cuando llega septiembre, lo desollan vivo y arrastran sus miembros por los pedregales. Pero todavía tiene que agradecer algo el toro, según los expertos: que si no lo criaran para sufrir, su especie ya habría sido extinguida. Sin embargo, el muy ingrato pincha alguna vez la nalga de un joven, le hace perder el tino a otro o acaba con la vida de alguno. Entonces el toro trae el duelo al pueblo porque el toro es un gran hijo de puta. Maldito toro.