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Quien bien te quiere te hará llorar. Elvira Lindo.

archivado en:
El País, 15 marzo 2009.
Quien bien te quiere te hará llorar.
ELVIRA LINDO. No me gusta ver documentales sobre gorilas, chimpancés o bonobos porque lloro. También lloré cuando, al llevarse al Parlamento español la propuesta de adhesión al Proyecto Gran Simio, hubo quien tuvo el cuajo de afirmar que se trataba de artimañas de la izquierda naïf para desviar la atención de los problemas verdaderos. Ah, siempre la misma estupidez. España ha sido rica en leyendas destinadas a desacreditar al amante de los animales: la ancianita inglesa que mima a los gatos e ignora al moribundo que agoniza en la acera; el dictador genocida que llora por la muerte de su perro; la millonaria solterona que deja su fortuna a una asociación protectora de animales. Es una verdad a medias: no digo que estas historias no hayan existido sino que aquí se argumentan como prueba de que amar a un animal es algo infantiloide y se mete en el mismo saco a las locas de las palomas o de los gatos con aquellos que simplemente creen en una igualdad de derechos básicos. Hace unos días, en Stamford, una localidad de Connecticut, ese Estado en el que tantos neoyorquinos abrazan la naturaleza los fines de semana, Philip Roth agranda su obra y los ricos su fortuna, una chimpancé llamada Travis atacó brutalmente a su ama, Sandra Herold. Al parecer, a Travis le mosqueó enormemente que la señora Herold hubiera cambiado su peinado habitual, que debía ser tan característico como el de la Reina Sofía. Sin bromas. La chimpancé montó en cólera y le pegó un zarpazo a su amada ama que le arrancó media cara. El suceso ha impactado en el país en el que la mona Chita, que no era mona sino chimpancé y no era hembra sino varón, murió fumando puros en su piscina de Beverly Hills y es héroe nacional. El mismo país en el que los animales fueron inmortalizados a través de la ficción: el Pato Donald, Bambi, Mickey Mouse, el Correcaminos o el Oso Yogui, y allí donde se creara el personaje simiesco más dramático, King Kong, que aun teniendo mucho de melodrama y de erotismo encubierto (las miradas entre Kong y Jessica Lange están llenas de lascivia), defendía la idea, relativamente moderna, de que los animales no han de ser queridos a la manera en que los humanos entendemos el cariño, sino a la que exige su naturaleza salvaje. Charles Siebert, un experto en el nuevo entendimiento de la vida animal, reflexionaba a raíz de este suceso, acerca de los tres mil chimpancés que en su país habitan en circos, en casas particulares, que son alquilados para espectáculos y que acaban teniendo, casi por norma, finales trágicos. Hablaba de esos falsos amantes de los animales que se compran un simio cuando es una cría, le enseñan mil tonterías, a cocinar, a preparar cócteles, a dormir en camita y luego, cuando el bicho se hace grande y tiene el celo y una fuerza sobrehumana, lo abandonan (porque es abandono) en cualquier reserva a merced de buena o de mala gente. En algunos casos, se trata de honestos cuidadores, pero el mal ya está hecho; el animal, educado a vivir en cautividad y sin haber tenido más relación social que con los humanos, entra en un estado de melancolía y, de alguna manera, se podría decir que acaba convirtiéndose en un salvaje entre los suyos. Ellos, los simios, dice Siebert, no quieren tener nombre propio sino un bosque, no quieren ser queridos como humanos sino como homínidos. Es una tragedia que parece imparable; por eso, cada vez que veo un documental sobre chimpancés, se me saltan las lágrimas, como si reconociera a alguien de mi familia (lo es) en su mirada, y pudiera adivinar el desamparo, la depresión, la neurosis, que acaban padeciendo por la vida a la que les arrojan sus amantes o sus verdugos. En otras ocasiones, la visión es aún más insoportable: las garras convertidas en ceniceros. Debería acostumbrarme, he nacido en el país en el que no son pocos los bares que se adornan con cabezas de toro, donde los cazadores (a veces ilustres) se hacen fotos con los cuernos de la presa que acaban de matar, y donde se mantiene la leyenda de que quien más ama a un animal es aquel que lo mata. Lo dice el más cruel de nuestros refranes: "Quien bien te quiere te hará llorar". Pero soy optimista, aunque sólo sea porque recuerdo la manera en la que veía tratar a los animales cuando era niña; las torturas a las que los críos sometían a los bichos, algo que se entendía como parte natural de los juegos infantiles; las brutalidades de los encierros o las pedradas a los perros callejeros. Soy optimista. Relativamente, claro. No es improbable, por ejemplo, que los simios desaparezcan. El mío es, por así decirlo, un optimismo a ras de suelo, el que experimenté esta semana, cuando entrando a las Galerías Piquer, en Lavapiés, respiré la tranquilidad de un día de diario, a salvo de la bulla del Rastro. Los anticuarios habían sacado las sillas a la puerta y disfrutaban de este sol tan deseado junto a sus perros. Qué sosiego. Me agaché para contemplar de cerca el sueño de un galgo. Era hembra. Bajo el collar tenía grabada la tremenda hendidura de una soga. Al acariciarle la cara el animal me besó la mano.


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