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Reflexiones de un antitaurino sobre la medalla al mérito en las Bellas Artes

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Por apocaliptico
Actualizado 10-03-2009 00:18 CET

No me gustan los toros. Rectifico, la “fiesta” de los toros. Ésa en la que se los mata. Que es “fiesta” sólo para quienes no son toros y pagan por ver cómo éstos son hostigados, y asesinados, previo ensañamiento, públicamente.

A quienes consideran el toreo el último gran espectáculo trágico les diría: lean a Esquilo. No encontrarán nada en él que se asemeje a lo que sucede en un coso taurino, mientras un hombre a caballo acribilla a un morlaco, otro toma impulso para clavarle dos afilados aguijones y un tercero, el presunto Áyax de esta obra, se recrea con el animal hasta que, una vez exhausto éste, le clava su espada, y el puñal si es necesario, cuantas veces haga falta, hasta que, cumpliendo un protocolo casi invariable, muere entre los vítores o los gestos de desaprobación (si el encono se ha prolongado más allá de lo estrictamente oportuno) de la concurrencia.

Es verdad, en ocasiones es el torero el que muere. Cómo negar que, pese a que sus probabilidades de dejarse la vida en la plaza son escasas, corre un gran riesgo, al menos mayor que el que en ese momento ha decido consagrar su tiempo a introducir la maqueta de un velero por el cuello de una botella. Pero, no se expone menos el piloto de Fórmula 1, el gruísta, el domador de leones, el limpiador de ventanas, y a nadie se le ocurre llamarlos artistas, por mucho ‘arte’ que se den al desempeñar su trabajo.

No, pero el toreo tiene una estética, una plasticidad, una belleza…, dicen sus apologistas. Puro rito. El momento en el que al torero le ponen el traje de luces, el beso a la estampita de la Virgen del Perpetuo Socorro –que es muy milagrosa-, el marcial paseíllo, la música de la banda, el brindis, el capote, la muleta, la montera, ole. Y ya no digamos la sagrada ceremonia que preside los actos de quienes asisten desde el graderío a la corrida. Ese vestirse bien, como de persona que va a los toros, esa capacha con buen vino del terreno, su embutido, su tortillita, su buen puro, el pañuelo recién lavado y planchado dispuesto en el bolsillo, ole, ole y ole. Ah, el público de los toros, el auténtico detentador de las esencias del Arte, el verdarero receptáculo del sagrado pathos que constituye la esencia de la “fiesta”. Un público compuesto de hombres y mujeres, de niños, sin complejos, que saben apreciar la casta, la bravura, la verdad frente a la pusilánime mansedumbre de los representantes de lo políticamente correcto. Gente con una sensibilidad auténtica, que no se achanta ante la visión de la sangre y que, más que aquellos que tratan de acabar con la “fiesta” y hasta se atreven a manifestarse a la puerta de las plazas –como si ellos fueran unos bárbaros o algo así- portando carteles blasfemos y profiriendo soflamas pueriles, saben apreciar de verdad la grandeza del animal al que se va a sacrificar sobre el altar del Arte. Estos son los verdaderos defensores de los animales. Los defensores del Arte.

Sin embargo, todavía hay quienes pensamos, vaya por Dios, que el toreo no es un arte, o al menos no uno mayor que la caza o la pesca o, por referirme a actividades menos sangrientas, el punto de cruz o bailar el trompo. Uno, que ha escuchado contar a algunas personas lo emocionante que fue la última matanza (por la del cerdo en este caso) a la que asistieron ha llegado a la conclusión de que la sensibilidad de la gente es muy particular. De ahí que no basta con que algunos llamen Arte a algo para que lo sea, desde la obra de los hermanos Chapman a un pase dado por un tipo que hace desfilar al toro bajo su tela entre cabriolas, como si le acabara de dar un ataque epiléptico.

Sin embargo, para los aficionados de este espectáculo que para vergüenza de algunos es considerado como símbolo de la nación española, el toreo es más todavía: es una Bella Arte. Y quienes alcanzan el mayor grado de perfección en el oficio pueden por tanto ser considerados camaradas de Bernini, Tiziano, Mozart, o Baudelaire.

Por eso, no salgo de mi asombro cuando observo que en estos días en que el mundo del toreo (y de manera extensa la sociedad en su conjunto merced al seguidismo acrítico de la mayor parte de nuestros medios de comunicación) está viviendo una intensa polémica por la concesión de la medalla de oro en las Bellas Artes a uno de los matadores (nunca un nombre de oficio fue mejor puesto) más célebres del país (la popularidad forma parte también del “ambiente” del toreo, a diferencia de lo que ocurre en disciplinas “hermanas” como la arquitectura, la escultura o la fotografía, cuyos máximos representantes suelen ser bastante desconocidos para el gran público), digo que no puedo contener mi estupor ante el hecho de que muy pocos hayan reparado en lo chocante que resulta que se debata sobre los méritos del premiado sin cuestionar el hecho mismo de que un torero, sea de la escuela que sea e incluso aunque, cosa a veces inverosímil, haya terminado la antigua EGB, pueda ser considerado un artista mientras que el carnicero de mi barrio, que es un Aquiles cortando chuletas, no.

Servidor, que de Estética siempre andó algo cortito, a pesar de haber metido su hocico en las “lecciones” que sobre el asunto dictó Hegel y haber pegado sus grandes orejas de burro a las palabras del maestro Schiller, sigue viendo (y los cuatro que siguen han recibido la misma medalla que es centro de la polémica) arte en Paco de Lucía pero sólo habilidad en una verónica; belleza en la danza de Tamara Rojo pero nada más que gimnasia en un pase de pecho; maestría en la mirada de Bertolucci pero únicamente destreza en clavar dos banderillas; lo sublime en la voz de Cecilia Bartoli, pero sólo puntería, y valentía claro –pero también la hay en el pescador, el minero o el equilibrista- en la suerte de matar.

La cuestión, por tanto, no debería ser si José Tomás o Fran Rivera, Morante de la Puebla o el Niño de la Cubitera, sino si toros sí o toros no. Pues qué han creado los anteriores, qué mundos han soñado, a qué abismos de la imaginación han bajado para después cantarlos. Pero, está visto que pese al importante rechazo que la fiesta nacional suscita, este debate no está aún maduro. Quizá sea más fácil hacerlo el día en que uno de los dos principales partidos políticos del país, y saben a cuál me refiero, abandone su habitual hipocresía -que hace que algunos de sus dirigentes condenen en privado lo que se muestran incapaces de avalar con los hechos cuando llegan al poder-, y en vez de poner a todo un Ministerio de Cultura a rendir honores a quienes han hecho grandes fortunas trabajando como matachines, rechace de plano (en el país en el que darle un cachete a un niño es un delito) la obscena escenificación de la tortura animal que suponen los festejos taurinos.


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