Sangre y serrín. Opinión.
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Jerez Información, 20 agosto 2009.
RAFAEL TORRES.- La cuestión de los sangrientos aquelarres taurinos de los pueblos en fiestas, ahora mismo en su más sórdido apogeo, tal vez no deba seguir enfocándose desde el punto de vista de la civilidad, del decoro, de la moralidad pública y de progreso, ni siquiera desde el de la estética, pues a cuantos se entregan a esas prácticas salvajes fomentadas y subvencionadas por sus propios ayuntamientos les trae completamente sin cuidado la civilidad, el decoro, la moralidad pública, el progreso y, desde luego, la estética. Nunca se detendrán a reflexionar sobre el absurdo, dramático en sí mismo aun sin lamentar desgracias personales, de mezclar la sangre y la fiesta, esto es, el goce de la jarana y los amigos con el ulular de las ambulancias, las intervenciones quirúrgicas de urgencia sobre intestinos destrozados y, a lo último, con el inconsolable dolor de los parientes.
Tal vez la debelación de esa manera feroz de concebir la fiesta habría de enfocarse, sin más, desde el egoísmo, bien que en su positivo aspecto de custodio de los derechos individuales de las personas, en este caso las personas, mayoría, por cierto, que no sólo no comulgan con la violencia y el maltrato a los animales (incluido el de los humanos que se automaltratan enfrentándose, ebrios, a un bicho asustado de 400 kilos), sino que les ofende, molesta y perjudica en lo más profundo. Quizá desde el egoísmo, esa cosa que gasta muy malas pulgas cuando se le embolica, podría construirse la acción política y ciudadana para la abolición de esas celebraciones públicas que se cobran cada año, ante la mirada perpleja de niños y adolescentes, unas docenas de vidas.
Claro es, sin embargo, que esos egoísmos individuales habrían de coaligarse solidariamente por el interés común de acabar con la exhibición pública de todo ese atraso y de toda esa barbarie, pues las calles y las plazas han de ser de todos, no sólo de los que dejan en ellas el eco de los gritos descompuestos y un rastro de sangre mezclada con serrín.
RAFAEL TORRES.- La cuestión de los sangrientos aquelarres taurinos de los pueblos en fiestas, ahora mismo en su más sórdido apogeo, tal vez no deba seguir enfocándose desde el punto de vista de la civilidad, del decoro, de la moralidad pública y de progreso, ni siquiera desde el de la estética, pues a cuantos se entregan a esas prácticas salvajes fomentadas y subvencionadas por sus propios ayuntamientos les trae completamente sin cuidado la civilidad, el decoro, la moralidad pública, el progreso y, desde luego, la estética. Nunca se detendrán a reflexionar sobre el absurdo, dramático en sí mismo aun sin lamentar desgracias personales, de mezclar la sangre y la fiesta, esto es, el goce de la jarana y los amigos con el ulular de las ambulancias, las intervenciones quirúrgicas de urgencia sobre intestinos destrozados y, a lo último, con el inconsolable dolor de los parientes.
Tal vez la debelación de esa manera feroz de concebir la fiesta habría de enfocarse, sin más, desde el egoísmo, bien que en su positivo aspecto de custodio de los derechos individuales de las personas, en este caso las personas, mayoría, por cierto, que no sólo no comulgan con la violencia y el maltrato a los animales (incluido el de los humanos que se automaltratan enfrentándose, ebrios, a un bicho asustado de 400 kilos), sino que les ofende, molesta y perjudica en lo más profundo. Quizá desde el egoísmo, esa cosa que gasta muy malas pulgas cuando se le embolica, podría construirse la acción política y ciudadana para la abolición de esas celebraciones públicas que se cobran cada año, ante la mirada perpleja de niños y adolescentes, unas docenas de vidas.
Claro es, sin embargo, que esos egoísmos individuales habrían de coaligarse solidariamente por el interés común de acabar con la exhibición pública de todo ese atraso y de toda esa barbarie, pues las calles y las plazas han de ser de todos, no sólo de los que dejan en ellas el eco de los gritos descompuestos y un rastro de sangre mezclada con serrín.