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Si algo recuerdo de cuando era niño son sus ojos...Opinión.

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Blog "Antitaurinos" en Diario Montañés, 5 Febrero 2009.
RELATO ANTITAURINO
Si algo recuerdo de cuando era niño son sus ojos…

Parece como si el resto de mi infancia hubiera volado, o se hubiera rendido ante aquella mirada y, derrotada, se hubiera dejado llevar por el viento…Aunque recuerdo vagamente otras cosas. Recuerdo el sol sobre su pelo azabache mientras corría por aquellos campos, desafiando a la propia lógica con su porte y belleza, ¿acaso podía haber algo más hermoso en este mundo? Yo pensaba que no era posible, y cada día, tras terminar mis tareas diarias, acudía a observarle embelesado, confinado por mis semejantes en mi mundo de silencio y soledad, ya que,¿no os lo he dicho?, soy sordomudo. Sordomudo en un mundo en el que mi discapacidad era vista como una lacra, donde se me trataba como un paria, rodeado de personas con plena capacidad de uso de sus sentidos que aun así, eran ciegas, sordas y mudas por todo aquello que hacían. Y mi refugio eran sus ojos, aquellos ojos que hablaban conmigo hasta que me parecía escucharlos, y me contaban historias sobre el Sol y la Luna, la libertad, la vida. Y mientras mis semejantes me ignoraban y trataban a palos, descubrí que no había diferencias entre nosotros, que la única diferencia entre un hombre y un animal es hablar y gritar al mundo que está vivo, que siente, que sufre, que ríe y que ama. Pero aquellos hombres estaban obcecados por el orgullo y no veían las palabras que brotaban de su mirada, porque ellos no sabían hablar con el corazón. Hombres que no vacilaban en ahorcar a sus perros porque ya no corrían como antes tras la presa, perros que habían visto nacer y crecer durante años, fieles y sacrificados animales…Que separaban a los corderos y terneras de las madres que durante meses les habían protegido en su vientre, para darse un banquete y tirar sus despojos al fuego…sin mirarles nunca a los ojos, por si les escuchaban como hacía yo y sus sueños se veían perturbados.

Ese era mi mundo, verano tras verano, rodeado de muerte y crueldad, hasta que terminaba mis tareas y corría hacía el campo a verle a él, libre y hermoso, y entonces enterraba esos malos recuerdos. Recuerdo también que a veces mi madre venía a recogerme, intentando aparentar que estaba enfadada porque ya hacía rato que el sol había caído, cuando en vez de pensar en mi pensaba en la ira de mi padre y en esos puños que ella ya conocía de sobra, y muchas de esas veces la descubrí mirando a aquel toro con una mezcla de admiración, tristeza y cariño propias del ser humano que, aunque ellos no lo sabían, llevaban dentro.
Cada año pensaba que iba a ser el último que le viera, sacrificado en aras de una cruel tradición de sangre, en las fiestas patronales de mi pueblo, pero los años pasaban y mi toro seguía iluminando los campos con su pelo azabache, y yo seguía yendo cada día a verle para escapar de toda aquella muerte.

Pero ese año le eligieron como títere para su macabra función, y yo no regresé a casa aquella noche. Llegue a su cerca y por primera vez la salté, ignorando mis miedos y las advertencias de mi madre. Y por primera vez él se acercó. Despacio, como si cada paso fuera enormemente importante para su orgullo, levantando una suave película de polvo a su paso, hasta que se detuvo a unos pasos de mí y me miró con aquellos ojos que te lo decían todo. Me encontraron al día siguiente, dormido y con la cara surcada por las lágrimas, a los pies de la cerca del toro. Mi madre corrió hacia mí y me abrazó, pero mi padre me arrancó de sus brazos bruscamente y me zarandeo mientras me decía que iba a acudir a esa corrida me gustara o no, sin saber que yo ya había prometido a otro que estaría a su lado.

Y llegó el día…mis padres se arreglaban como si de una gran fiesta se tratase, y me arrastraron a aquel infame lugar que ningún niño debería pisar nunca, donde todo el pueblo vociferaba entre botas rebosantes de vino y ojos enloquecidos por el ansia de muerte, que para ellos se llamaba arte. Pasaron los toros de la tarde y yo me encerré en mi mundo silencioso cerrando los ojos todo lo fuerte que podía, hasta que llegó el último toro, al que yo conocía de sobra. Mi corazón dio un vuelco y supe que debía abrir los ojos porque había llegado el momento. No le dejaría solo. Salió como sólo él sabía hacerlo, de manera imponente y haciendo enmudecer a la plaza con su porte, un símbolo de poder que iba a ser arrebatado por el orgullo del hombre, rey y señor del mundo. Luchó con valor y perdió la apuesta, entre estocadas que abrían brechas por donde su vida escapaba, y que le convirtieron en un pobre animal tambaleante y fácil de manejar, para mayor diversión de aquellos cobardes. Jugaron con él de una manera que se me hizo eterna hasta que uno de aquellos hombres apareció con una espada en sus manos. Él se mantenía a duras penas sobre el sitio, sin moverse y trastabillando, pero levanto la mirada al cielo, primero hacia el cielo, y luego me miró a mi. Lo que me dijo no puede expresarse con viles palabras inventadas por el hombre, pues era lenguaje del corazón, el que él y yo compartíamos secretamente en aquel mundo hostil. Pero fue breve, ya que el acero lo hizo callar, y aquellos ojos donde antes había vida fueron velados por una oscura cortina, haciendo desaparecer una vida por unos minutos de gloria, haciendo de un mito un amasijo de carne ensangrentada. Mi padre no volvió a llevarme a una corrida ni a levantarme la mano, después de la ardiente mirada que le dirigí al terminar aquella farsa. Creo que me escuchó y le dio miedo y vergüenza lo que le dije. Así que simplemente hizo como si yo no existiera.

Los años que siguieron los viví encerrado en mi mismo, con aquellas imágenes grabadas a fuego en mi mente, hasta que pude escapar de aquel lugar y elegir el paso de mis actos. Y el tiempo, que todo lo cura, dejó que esos recuerdos se agazaparan en algún agujero recóndito de mi mente, esperando la señal para salir de nuevo abruptamente, señal que solía acudir algunas noches, en las que me despertaba bañado en lágrimas. Y en esas noches me escapo, subo a mi coche con mi galguita Lua y nos vamos al monte, a tumbarnos sobre la hierba llena de rocío, mirar las estrellas y escuchar del modo que sólo nosotros sabíamos hacer…y a veces me parece oírle cuando pasa una estrella fugaz, pero entonces Lua me lame la cara, desvío la mirada y le veo allí, en los ojos de mi Lua, en los ojos de todos aquellos que saben hablar con el corazón y que saben todo aquello que a los hombres se nos ha olvidado. Y doy gracias por no haber nacido sordo, mudo y ciego como los demás.

Laura Perales




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