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Toro Júbilo de Medinaceli, próxima cita con la crueldad.

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Toro Júbilo de Medinaceli, próxima cita con la crueldad.
España Liberal, 7 Octubre 2008.
Se acerca una nueva muestra de maltrato animal amparada bajo el nombre de tradición: El Toro Júbilo de Medinaceli. Otra edición de tortura legalizada a un ser vivo como forma de diversión y negocio.
Cuando todavía no habrá terminado de descomponerse el cuerpo de Valentón, el toro “asesinado” legalmente en Tordesillas el pasado 16 de Septiembre, nos encontramos a poco más de un mes para que otro astado sea torturado y sacrificado también en nombre de un rito ancestral, también como parte indispensable de unos festejos populares que parecen no concebirse si no hay maltrato animal de por medio, también amparado por la parafernalia de una Organización, llámese Asociación de Amigos –menuda ironía: “amigos”- o Patronato, creada y mantenida para dar apariencia de cultura y legitimidad moral a otro acto cruel y salvaje, a una nueva muestra de la ignorancia falsamente maquillada de erudición, de la vergüenza al servicio de la diversión de unos seres rudos y violentos, de la tortura como práctica consentida y transmitida como si gozase de un valor pedagógico, social o ilustrativo.


El fin de semana del 14 de Noviembre se celebrará en Medinaceli (Soria) una nueva edición del llamado Toro Júbilo. Cambia el toro con respecto al mentado Alanceado de Tordesillas, las lanzas se sustituyen en esta ocasión por fuego pero lo que es inmutable, lo que no varía en ninguno de los casos, como tampoco lo hace en el del Toro de Coria y en otros ejemplos nauseabundos de castigo físico a los animales, es el público que disfruta con ello y aquellos que lo promueven y defienden. Porque en todas las ocasiones, sean tordesillanos, corianos, ocelitanos o de cualquier rincón de España, tienen un denominador común que lejos de diferenciarlos como personas los identifica como horda: su pasión por el sufrimiento ajeno y su incapacidad para comprender la bajeza de tales actos y admitir lo innecesario de los mismos.


Luego vendrán las susceptibilidades de los de siempre, los que prefieren enarbolar armas en vez de palabras y algunos dirán que estoy insultando a todo un Pueblo. No es así; ni todos sus vecinos son seguidores de estas costumbres repugnantes ni el nacer o criarse en esas localidades implica la participación o defensa de las mismas, aunque exista un miedo más que justificado a expresarse en contra entre los que allí viven. A quienes estoy calificando de seres violentos, brutales, feroces y con un profundo analfabetismo ético es a los que habiendo nacido donde sea o viviendo en donde se quiera, están a favor de la continuidad de estas tradiciones bárbaras y se oponen a su prohibición alegando razones que en ningún caso soportan el menor análisis realizado desde la razón, la inteligencia y la sensibilidad, tres cuestiones necesarias y exigibles sobre todo en conductas que afectan a terceros, pero que en estos casos son enterradas bajo la bestialidad, el primitivismo y el egoísmo, ahogadas en infinidad de alcohol, silenciadas con los gritos de la turba y linchadas junto con el toro que asiste “invitado” por sus “amigos” de la Asociación que lleva su nombre, como víctima forzosa de un espectáculo en el que padecerá y morirá sólo por satisfacer los más bajos instintos de esa caterva desquiciada.


Los “estudiosos” del asunto en su Página sobre el Toro Júbilo de Medinaceli nos hablan de que se trata de una “Ofrenda Jubilar, de pura tradición religiosa y simbólica…”. ¿Tiene la Iglesia algo que decir al respecto o con su silencio aprobará, como en otras tantas ocasiones, el crimen cometido también en su nombre?. Añaden en su verborrea valedora del festejo, que “el Toro es el dios que se inmola o es inmolado por el hombre. Tras ser sacrificado y comido transmitirá a quien lo ingiera todas las propiedades que a él se le atribuyen: poder sexual (fertilidad), fuerza en los enfrentamientos y el ser invencibles…”. Si alguien se lee las razones con las que tratan de sustentar el Toro de Coria o el Toro de la Vega, verá como los argumentos sobre la necesidad del ritual son tan similares entre si como aberrantes en todos los casos. Siempre se entremezclan religión, ritos, ofrendas, sexo, virilidad, batallas y todo ello en una amalgama tan trasnochada como absurda, tan monstruosa como innecesaria, tan machista como dolorosa, tan reaccionaria como atroz.


Según la Asociación se nombra a un comisionado para que encuentre a un ejemplar basándose sobre todo en su fortaleza y alegría. Primer gesto de asombro, aquellos que juzgan al toro un ser irracional que no es merecedor de la menor consideración ni de un trato digno, “humanizan” su condición buscando un animal “dichoso y entusiasmado”, lástima que no extiendan la apreciación de su indudable capacidad para sentir al instante en el que comienza su suplicio. Después y siempre según esta siniestra hermandad, “los mozos inmovilizan al toro para evitar movimientos bruscos de la res… y así se coloca la almohadilla en la testuz, sobre ella una astilla de madera de unos 40 cms. y encima la gamella, que son unas astas de hierro sobre una plataforma del mismo material, provistas de unas crucetas. Al fin en los extremos de la gamella van colocadas las bolas, formadas a base estopa basta para que se origine una perfecta combustión, sujetando cada capa con alambre e impregnado con pez, resina y aguarrás puro…”.


Pero la realidad es la siguiente: los “valientes” participantes lo sacan tirando con gran violencia de una cuerda amarrada al animal y lo arrastran hasta un grueso palo clavado en el suelo, allí le atan fuertemente la cabeza, le sujetan las patas y le tiran del rabo para que no pueda moverse mientras le encajan la gamella a golpes. Es habitual que durante esta primera fase de la tortura el toro sufra hemorragias por la boca y la nariz, como atestiguan las imágenes obtenidas.


Volviendo al “inocente y casi edificante” relato de los hechos por parte de la Asociación, “se cubre pacientemente todo el cuerpo del animal con una capa de arcilla roja mezclada con agua, para evitar que los trozos de pez que se desprenden de las bolas le hieran…”. Esa es la ficción que algunos quieren convertir en dogma de fe, pero lo cierto es que prenden fuego a las bolas y el animal se convulsiona y muge aterrorizado por esas llamas fijadas a su cabeza; de ellas cae líquido al rojo vivo y trozos incandescentes de las bolas, provocándole quemaduras a pesar del supuesto “ungüento” preventivo de los organizadores, porque no cubre todas las zonas y muchas veces es traspasado por los rescoldos. Y por supuesto, la nariz, la boca y los ojos del animal no están protegidos, por lo que son partes afectadas por las quemaduras causando al toro un dolor espantoso.


La agonía del animal dura lo mismo que la algarabía y frenesí de los participantes, alrededor de una hora. Unos minutos que a ellos se les antojan cortos y que para el animal son una interminable sucesión de dolor, miedo, estrés, nerviosismo y huida imposible de aquello que le amenaza y provoca sufrimiento, el fuego que lleva unido a sus cuernos, una pesadilla real de la que no puede librarse y que le persigue a todos los rincones en su patética e inútil escapatoria.


Una vez terminada la canallada al toro, con las bolas apagadas y según los Amigos del Toro Júbilo: “se recoge al animal para que despojándole de lo que sirvió para el rito, se tranquilice y descanse…”. Y de nuevo la realidad: con la criatura exhausta, aterrorizada, quemada y dolorida, se pone fin a tal infamia sacrificándolo sin presencia de público; descanso sí, pero eterno.


Así finaliza el Toro Júbilo, con la última hora de vida del toro plagada de sufrimiento, con su muerte estúpida, felices unos pocos esperando la próxima edición, indignados y asqueados los más no comprendiendo cómo puede estar permitido algo tan dantesco. Y la historia se repite, con otro toro, en otro pueblo, en otra fecha, pero siempre lo mismo: una tradición sangrienta y violenta escudada en palabrería falaz y argumentos hediondos que podrían ser válidos para una sociedad embrutecida en su mayor parte hace muchos siglos pero que hoy sobrecoge y repugna que puedan tener alguna vigencia y convertirse en razón de ser para la sinrazón.


Una lista interminable de víctimas que engrosa el ya inmenso acervo de crueldades cometidas en nombre de la cultura, del interés turístico, de la tradición o de la diversión en nuestro País. Lo incomprensible es que ese inventario macabro sigue creciendo, que no llega la luz de la cordura a tan atávica legalidad y que tienen más valor las voces de los que hoy apoyan semejantes injusticias -dignos herederos de los que en su día decían que sí a las ejecuciones públicas- que las de aquellos que defienden el derecho de todos los seres vivos a no ser sometidos a un trato vejatorio, denigrante y agresivo con el inevitable resultado de su muerte, por parte de los que hacen gala de una de las actitudes más miserables que puede mostrar el hombre: ejercer la violencia sobre seres más débiles y que resulta aún más cobarde en tanto en cuanto es legítima.


Resulta que quien salta a una plaza de toros o quien sobrevuela con una avioneta una localidad en la que se está llevando a cabo una salvajada como esta denunciándola es encausado, juzgado y acaso condenado por su conducta, pero los que torturan y matan siguen ejerciendo esas actividades con toda la libertad y cobertura legal necesarias para planearlas, darles publicidad, efectuarlas y empezar a organizar una vez acabadas las del siguiente año. ¿En qué País vivimos?, ¿la crueldad es un bien protegido y la defensa de los más desamparados constituye una falta o un delito?. ¿Toda esta permisividad no atenta contra esos principios que supuestamente impregnan a nuestra Sociedad y que se nos anuncian como valores a respetar, fomentar y transmitir: igualdad, justicia, solidaridad, etc.?. No lo comprendo pero como no espero entenderlo jamás ni tampoco aspiro a convencer a aquellos que defienden el maltrato a los animales, sólo me queda la cabal esperanza de que algún día los que nos gobiernan tomen cartas en el asunto sin tanta tibieza ni lentitud como vienen demostrando hasta el momento y por supuesto, la reconfortante certeza de que el rechazo popular contra estas demostraciones salvajes es un hecho imparable y creciente.
Julio Ortega Fraile



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